Pocos serán los ámbitos en los que la acción humana se lleve
a cabo sin enfrentarse a un dilema previo. Algunos dramatizan: “Ser o no ser,
he aquí la cuestión”, otros trivializan: “Peluquín o calva digna”.
Estos días entrañables no son una excepción. La Navidad trae
alegría (o al menos su deseo), pero también desazón y no me refiero ahora a qué
hacer con los niños que tienen vacaciones mientras los padres trabajan. No. La
cuestión decisiva es, por decirlo de golpe, la elección entre Papá Noel y los
Reyes Magos ¿Qué hacer? ¿Cómo cortar el nudo gordiano?
Cuestión ardua, asunto vital pues se presenta en un plano
íntimo, familiar, no como aquella otra de si enviaremos una felicitación
navideña (con un Nacimiento, por tanto) o una christmascard (o sea, un muñequito). Pero, ya digo, Santa Claus o Sus
Majestades están en otro orden: no son un mero problema teórico, sino una
cuestión vital. Nos va en mucho ello.
Se trata del viejo problema de la decisión. Ante el que
caben diversas actitudes. Una consiste en no mojarse ni bajo el agua, posponer
la solución de los problemas a ver si se resuelven solos o se olvidan ya que, a
fin de cuentas, de aquí a cien años todos con peluquín. Esta actitud no vale
para dirimir entre Santa Claus o los Reyes.
Cuando no se puede dejar que el tiempo resuelva ni hay
criterio, no falta quien recurre al lanzamiento de moneda al aire o al impulso
del momento: a veces uno tiene cuerpo de Gospel,
otras de gregoriano de monje de Silos, que somos modernos y ya sabemos que no
sólo la donna è mobile.
Están también los que apuestan sobre seguro y se adhieren a
la tradición, actitud que cuenta a su favor el hecho de que se trata de una
decisión que ya ha sido tomada por gente de fiar y, sin llegar al llanto a moco
tendido, añade un plus afectivo, de cariño y unión con nuestros antepasados: pertenecemos
a algo grande. Esta perspectiva inclinaría la balanza a favor de los Reyes…
aquí, claro; porque en otras latitudes, la tradición es otra. Y no faltará
quien señale que no se trata de la tradición, sino de una
de ellas.
No pretendo exponer todas las formas ideadas para responder
al apremio para evitar morirse de hambre y de sed, como cuentan del célebre asno
de Buridán, enfrentado a caminar hacia la derecha donde está la comida o hacia
la izquierda para saciar la sed. No quiero, ya digo, ser exhaustivo: algo hay
que dejar para los profesores de filosofía.
Llegamos, por fin, a quienes han sido capaces de tomar una
resolución por procedimientos que van desde la moneda al aire hasta la
fidelidad a la tradición cristiana adobada con exégesis bíblica.
Los hay partidarios de que los Reyes Magos tengan el
monopolio de la distribución de ilusión. El holding monárquico viene avalado
por una venerable tradición y por la presencia de los sabios meridionales en el
evangelio. Y no está mal. Aunque la opción pro Santa Claus, sin ánimo de ser irrespetuosa
con Sus Majestades, también cuenta con sólidos argumentos a su favor. Hay que
recordar que debemos a la imaginación de S. Francisco el montaje del primer
Belén (en 1223), al que los catalanes, anticipando el nacionalismo, incorporan
la figura del caganer. Y volviendo a
lo nuestro: ¿Por qué limitar la imaginación cristiana prohibiendo la
innovación, el enriquecimiento de la tradición? ¿No se han inventado nombres y
razas para los sabios de Oriente? Entonces, ¿qué impide incorporar también al
obispo San Nicolás, que fue tremendamente popular y venerado durante siglos? La
Navidad recuerda que en el Niño, Dios que se nos da como regalo, ¿no podríamos
aprovechar esa fiesta para que Santa Claus reparta regalos?
Lo que caracteriza al burro (al de Buridán, naturalmente) es
que no tiene coraje para decidir y, claro, no es de extrañar que hasta haya
surgido una corriente que pretenda echarlo del portal de Belén. Por eso, si el
asno de Buridán tuviese que decidir entre los Reyes y Santa, quizá preferiría
volver a pensarse qué hacer primero, comer o beber.
Pero es que el burro no es liberal: ahí está el problema.
Yo he tomado mi decisión pero no pretendo que tenga validez
universal. Entiendo que quien ha elegido otra opción cuenta también con razones
a su favor. Además, se trata de una de esas materias, los asuntos humanos, que
decía Sócrates, en los que la verdad es difícil.
Hay cuestiones en las que la verdad es clara y meridiana,
incontestable: es sólo una y quien la sabe está en la verdad y el que no, está
equivocado. Así de simple. Me parece que este no es el caso, pero aún así. Ser
liberal consiste en reconocer que cada individuo es libre; tiene derecho a
equivocarse y, por eso, incluso la verdad incontestable debe serle ofrecida, no
impuesta, porque eso violenta la naturaleza humana.
Incluso si alguien tiene serias razones para considerarse en
posesión de la verdad absoluta, quedará aún la cuestión de que al hombre sólo cabe
ofrecérsela. Así procede quien no tiene la verdad, sino que es la Verdad: se
ofrece como regalo. Sin defensa, sin doctrina, sin coacción. Un Niño como
cualquier niño.
Ante el Nacimiento surge la sonrisa, la alegría está de
parte de todos: sonríe el sabio y el ignorante. Y, lo que es decisivo, sonríe
el Niño. Hay alegría porque el Niño no se manifiesta imponiéndose, como una
amenaza, sino como lo que es, como fuente de vida y plenitud, promesa de que
ese mundo que anhelamos con el mejor de nuestros deseos es posible, está a
nuestro alcance.
Y sonríe el Niño porque, como cada Navidad, nos recuerda que
Dios sigue creyendo en nosotros. Y eso sí que es un milagro.
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