Pinocho ha perdido al Hada y, al parecer, también a su
padre.
Una ola lo ha arrojado a la playa de una isla. Las
circunstancias de la vida le han llevado hasta un lugar llamado “país de las
abejas industriosas”: paese delle api
industriose.
El país de Atrapabobos
es el lugar cuya regla es el fraude. Por eso allí sólo caben los malos y los
tontos. En el país de las abejas industriosas parece que lo normal es que haya
gente honrada, inteligente y laboriosa. Esa es la fama que tienen las abejas,
de trabajadoras y disciplinadas. Y no sólo las abejas, también las hormigas
(frente a las cigarras) gozan de semejante reputación, de ahí que Collodi
señale que «las calles hormigueaban (formicolavano)
de personas que corrían de un lado a otro para atender a sus asuntos; todos
trabajaban, todos tenían algo que hacer. Ni buscándolo con lupa se podía
encontrar un holgazán o un vagabundo».
El pueblo de las abejas industriosas es, en
definitiva, el lugar de los que conocen la necesidad del trabajo. Pinocho
percibe eso muy pronto, por eso exclama «¡Este sitio no es para mí! Yo no he
nacido para trabajar».
En Atrapabobos
queda claro la diferencia entre los tontos y los malos, únicos habitantes
posibles. Las buenas personas y suficientemente listas como para no dejarse engañar,
abandonan el lugar. Así lo hizo Pinocho cuando, al final, comprendió la lógica
que regía allí. Pero no ser ni malo ni tonto no significa ser laborioso, se
puede ser perezoso. E il paese delle api
industriose no es lugar para holgazanes ni vagabundos.
El trabajo es medio. En ese sentido, es verdad que nadie nace
para trabajar. Pero «el hambre le atormentaba». La necesidad es un fin que ha
de ser satisfecho. Y hay varios modos de hacerlo. Básicamente se reducen a
conseguirlo mediante el propio esfuerzo (trabajando, como aquí) o vivir del
esfuerzo ajeno bien robando (como en Atrapabobos)
o mendigando. Excluido el robo, «sólo le quedaban dos recursos para quitarse el
hambre, o buscar trabajo o pedir limosna».
Pinocho está buscando la opción más descansada, la que
supone el menor esfuerzo; no la más valiosa, la más digna. Olvida que el
trabajo es también modo de realización, moneda para comprar la propia dignidad.
Acaricia, por eso, la posibilidad de vivir de otros.
La mendicidad es la opción más cómoda. Su padre le había advertido:
«sólo tienen derecho a pedir limosna los viejos y los enfermos. En este mundo
los verdaderos pobres, merecedores de asistencia y compasión, no son más que
aquellos que por razones de vejez o enfermedad se ven condenados (condannati) a no poder ganarse el pan
con el trabajo de sus manos. Todos los demás tienen la obligación de trabajar;
y si no trabajan y pasan hambre, peor para ellos».
Geppetto repite la vieja sentencia “El que no quiera
trabajar, que no coma” e, invirtiendo el
planteamiento del haragán, ve una condena no en el trabajo sino en la
imposibilidad de trabajar. El trabajo supone esfuerzo, pero es también medio a
través del cual uno puede realizarse, afianzar su dignidad y su autonomía.
Pinocho tiene claro que él no tiene derecho a mendigar, no
obstante decide pedir limosna. El resto del capítulo desarrolla esta cuestión,
cuenta la historia del muñeco y su relación con diversas personas. Aunque «en
menos de media hora pasaron veinte personas y Pinocho les pidió a todas una
limosna», sólo cuenta con detalle el encuentro con tres de ellas. Todos afirman
el principio fundamental que ya le enseñara su padre: que hay que merecer el
pan trabajando o apelar a la compasión cuando uno sufre la condena de la
imposibilidad de trabajar.
Junto a esa constante, que en ningún momento es puesta en
cuestión, los distintos personajes a los que Pinocho pide ayuda muestran unos
matices, una gradación, de gran interés.
En primer lugar se dirige a «un hombre sudoroso y jadeante,
que tiraba con esfuerzo de dos carros cargados de carbón». Pinocho expone su
necesidad y pide ayuda. El hombre le responde que hará algo mejor que darle una
limosna: le dará trabajo para que él mismo pueda ganar su sustento. Le propone,
en suma, que le ayude a llevar el carbón. A Pinocho le molesta la propuesta: «¡Ha
de saber que nunca he hecho el asno, que jamás he tirado de un carro!». Esta
respuesta zanja el asunto. Pinocho no percibe que no sólo está rechazando el
medio de ganarse honradamente el pan sino que, además, está insultando a quien
le ofrece esa posibilidad. El hombre, obviamente, reafirma la tesis central de
que Pinocho no merece ser ayudado y concluye: «cuando de verdad te mueras de
hambre, cómete dos tajadas de tu soberbia».
El segundo personaje es un albañil. Se repite la misma
escena: le propone al muñeco que le ayude a transportar la argamasa. Pinocho
responde que es pesada, «y yo no quiero cansarme». La respuesta es del mismo
tipo: «Si no quieres cansarte, muchacho, diviértete bostezando, y que te haga
buen provecho».
El primero es insultado, el segundo no. El muñeco rebaja su
tono y va aprendiendo a situar el problema donde está realmente. El albañil es
considerado como un señor digno, como alguien que gana su pan con esfuerzo. El
problema no está en la tarea que le ofrecen; el problema es Pinocho, que es un
cómodo, un holgazán. Y sólo sabiendo dónde está el problema, se puede resolver.
La dificultad se mantiene con el resto de personas a las que
Pinocho aborda, «todas le contestaron:
- ¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el haragán por las
calles, vete a buscar trabajo y aprende a ganarte el pan!».
En definitiva, Pinocho encuentra una y otra vez afirmada la
idea recibida de su padre: si puede trabajar, no tiene derecho a mendigar y,
por eso mismo, nadie le ayuda.
Estando así, «pasó una buena mujercita, una buona donnina, que llevaba dos cántaros de agua».
Lo que ocurrió con esta misteriosa
donnina merece una atención detenida. Y la tendrá.
En la siguiente entrada.
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