El poliedro educativo
Manuel
Ballester
El asunto de la educación
se asemeja a un poliedro con muchas caras. Una de ellas viene constituida por
la perspectiva del alumno. Todos la conocemos de primera mano, sabemos cómo
percibe los deberes y los juegos, el periodo lectivo y las vacaciones y con qué
vivas tonalidades pinta el maravilloso País
de los juguetes descrito en Las
aventuras de Pinocho: "allí no hay escuelas, allí no hay maestros,
allí no hay libros. En ese bendito país no se estudia nunca. El jueves no se va
a la escuela; y las semanas se componen de seis jueves y un domingo".
Perspectiva comprensible
para todo aquel que ha sido niño y alumno. Se entiende que Pinocho y su
compañero Lucignolo acudan a ese fabuloso
país ¿Qué niño no lo haría? Porque desde el ángulo del alumno no se ve que el
disfrute en el País de los juguetes
acaba convirtiendo a los niños en burros.
Otra cara del poliedro
educativo viene constituida por los profesores. El profesor trabaja con alumnos,
currículos, evaluaciones, atención a padres y otros mil aspectos que
constituyen la trama de su densa vida profesional nunca suficientemente
valorada ni pagada.
La tarea del profesor está
muy pegada al día a día. La docencia tiene más de artesanía que de ciencia. Hay
centros, cursos, alumnos con los que conseguir una pequeña mejora es tarea que
oscila entre el heroísmo y el milagro, y hay otros centros donde la cosa es más
liviana. El trabajo del buen profesor se traduce en una mejora de sus alumnos a
partir del nivel en que los encontró. Pero incluso con el mejor de los
profesores no todos mejoran o no siempre. Porque quien mejora es el alumno, y
tiene que poner de su parte. La perspectiva cercana del profesor corre el
riesgo de confundir cómo le va a él en su aula con cómo va la enseñanza en
general que es lo que queda fácilmente en la sombra para salir a la luz en
evaluaciones externas varias, desde las Pau
a Pirls o Pisa (Trepitja,
las llamaba la lideresa catalana).
Enseñar y aprender se
producen en un contexto, un sistema educativo, que ha sido forjado lejos del
aula. Nos abrimos así a otra perspectiva o, para ser precisos, a otras caras
del poliedro educativo: la administración, los sindicatos, asociaciones de
pelaje vario, las instancias políticas… que tienen una peculiaridad común y
diferente a lo que llevamos visto: que los agentes y las gentes que trastean a
distancia en la educación no sufren en sus carnes sus ocurrencias y medidas. El
profesor y los alumnos, sí.
Es verdad que la
perspectiva del niño que desea vivir en el País
de los juguetes es distinta a la del profesor, pero una de ellas ha de
imponerse (cariñosamente, sin anular la otra, dejando que el niño sea niño) o
el niño no será niño sino burro y el profesor no enseñará porque no habrá ya
escuela. También es verdad que la administración legisla y los profesores tienen
que adaptarse. Pero, nuevamente, ambas perspectivas no están en plano de
igualdad. Permítanme un ejemplo. Cuando se decretó que a lo largo de los seis
años que dura la Enseñanza Primaria un alumno sólo puede repetir una vez, se
impuso una agrupación de alumnos basada en la edad, es decir, se relegaron a un
segundo plano aspectos como el nivel de conocimientos. Esa medida introducida
por la Logse (1990) y mantenida
por la Lomce obliga a los
profesores a intentar el imposible de llevar a todos al mismo nivel: los que
quieren y los que no, los que pueden y los que no. Y ocurre como siempre que se
intentan imposibles: que se fracasa, que los alumnos saben cada día menos. Cuando
se mide (Pisa u otras evaluaciones
externas) lo que saben los alumnos, queda de manifiesto el descalabro. Pero no
nos engañemos: no es un fracaso de los profesores sino del sistema que ha
implantado el plan de estudios del País
de los juguetes y de los autores intelectuales de esa genialidad. Para
paliar el desastre se han sucedido reglamentos, normativas y papeleo que crece
en forma exponencial. Así, por ejemplo, cuando empecé a ejercer como profesor
una programación constaba de tres páginas, hoy no baja de 40: la enseñanza no
mejora pero se incrementa el número de tareas administrativas del profesor.
Tengo para mí que si
quienes legislan o tienen capacidad de influir (sindicatos, asociaciones,…)
tuvieran que aplicar en su trabajo lo que regulan para los profesores, quizá
tendríamos un funcionamiento más ágil, más sensato, con menos burocracia
inútil. Mejor sistema, con mejores resultados, en suma.
Publicado en La Opinión, 19 de febrero de 2015.
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