Nosotros
y los humanos de otros planetas
Manuel
Ballester
Señala acertadamente
Aristóteles que la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos. No hay modo
de eludir el dolor (físico y moral), el peso de nuestra propia negligencia, el
hastío y el cansancio. Y, finalmente, la muerte.
Esto es así. Pero, ¿podría
ser de otro modo? Pudiera ser que nuestra interna rebelión, nuestro temor al
dolor, nuestro temblor ante la muerte, estén motivados porque la vida es así
pero sentimos en lo más íntimo que no debiera ser así.
CS Lewis (1988-1963) entra de
lleno en esta cuestión en la denominada Trilogía
cósmica, también llamada Trilogía de
Ransom atendiendo a un personaje, el profesor Ransom, que tiene un papel
protagonista en la mayor parte de la obra. Consta de Más allá del planeta silencioso (1938), Perelandra, un viaje a Venus (1943) y, finalmente, un moderno
cuento de hadas para adultos (A Modern
Fairy-Tale for Grown-Ups) denominado Esa
horrible fortaleza (That Hideous
Strength, 1945).
La naturaleza humana está
sometida al dolor, el hombre sufre y produce daño, sufre y produce la muerte.
Amamos y nos desengañamos. Pero, ¿la humanidad podría ser de otro modo? Más
aún, ¿podría haber otra humanidad que no padeciese esa situación? Sería una
humanidad gozosa. Y libre. ¿Cómo serían esos hombres? ¿Nacerían, aprenderían,
amarían y morirían? En ese caso, ¿Cómo sería el parto, con o sin dolor?, ¿Cómo
sería el aprendizaje, el trabajo, la maduración, las relaciones amistosas y
amorosas, las relaciones sexuales? ¿y la muerte?
Una humanidad así, libre y
gozosa, radiante y satisfecha, no es terrestre, claro. Aquí las cosas son de
otro modo. Algo así parecen encontrar Ransom y sus compañeros en su viaje
intergaláctico.
Y esa humanidad
extraterrestre, ¿será única? Ya puestos, podría haber más planetas conteniendo
otras humanidades igualmente dichosas o dichosas de otros modos. Si bien es
cierto que la humanidad terrestre real es la que es, podemos imaginar distintos
modos de dicha y visitarlos viaje tras viaje, libro tras libro.
Si a lo largo de esos viajes
nos encontramos a hombres no terrestres, podríamos preguntarnos qué tienen en
común, qué les hace ser hombres. ¿Puro azar o tendrán, de alguna manera
misteriosa, un origen común? Una misma procedencia, una misma raíz (como si fuesen
ramas de un árbol, de un fantástico árbol cósmico) explicaría esa común
humanidad. Y animaría a pensar en una hermandad, unos lazos. No es descartable,
en esta hipótesis, que todos hayan aprendido la misma lengua materna. Los
terrestres tenemos muchas lenguas, pero no está claro que esa situación facilite
la comunicación (el viejo mito de Babel apunta más bien todo lo contrario).
Visto desde fuera, visto desde los otros, los que aún hablan la lengua materna
común, puede que nuestra cháchara más bien les parezca mutismo y nuestro
planeta se vea como un “planeta silencioso” y oscuro.
Pero por muchas humanidades
jubilosas que encontremos no podremos evitar una pregunta esencial: ¿por qué
ellos son dichosos y nosotros no? ¿Qué tienen ellos que nosotros no tengamos,
qué tenemos que ellos no tengan?
Algunos piensan que los
padres de la humanidad terrestre, en el alba de los tiempos, fueron probados y sucumbieron,
cometieron una transgresión, un pecado, que ha privado a sus descendientes del
gozo que Lewis hace disfrutar a la humanidad extraterrestre. Los habitantes de
los otros planetas no son dominados por sus deseos desordenados, no trabajan
con sudor, no paren con dolor, no temen la muerte. ¿Por qué? ¿No han sido
sometidos a prueba? O, si lo han hecho, ¿han salido victoriosos, no han perdido
su libertad?
Las opciones, como se ve, van
enriqueciendo la imaginación y el pensamiento. Pero no acaba ahí el argumento.
Lewis hace que Ransom y sus
compañeros visiten otros mundos, ¿no podría ocurrir que los extraterrestes
visitaran, a su vez, nuestro mundo? ¿Qué pensarán de nuestra incomunicación, de
nuestras injusticias, nuestras guerras y tantas penalidades evitables?
¿Intervendrían para ayudar o nos dejarían a nuestra suerte?
Lewis no es un autor de
distopías sino que, profundamente realista, nos hace ver que si los alienígenas
se mantienen en un nivel tan excelente, si tienen pleno dominio y gozan con el
ejercicio de sus facultades ocurre que, a diferencia de los terrícolas, no
necesitan ayuda y, por eso mismo, no la obtendrán. No tendrán, por tanto, quien
les salve. No saben qué significa ser cuidados en la enfermedad, que les sean
fieles en los momentos bajos, que los conforten en el infortunio; tampoco saben
qué significa cuidar a un ser querido doliente, o poner en riesgo la propia
integridad a favor de un hermano o ir al ritmo de quien se planta ante un doloroso
horror o que da sus últimos pasos hacia la muerte… Esa humanidad edénica no
necesita consuelo ni ayuda, no tendrá redención ni redentor. Nosotros, sí.
De modo que es claro que no
todo es dolor entre nosotros: conocemos también días felices, de amistad, de
alegría, de esperanza fundada. Porque somos hombres, hemos caído, pero también hemos
aprendido a levantarnos, a agradecer la ayuda, a reconocer en el rostro del
otro una luz que apunta a un misterio que conocieron los primeros terrícolas
cuando aún se paseaban desnudos por el Edén y hablaban la misma lengua materna
que los hombres de las otras ramas del árbol cósmico.
Todo esto es ficción,
obviamente. Por eso no falta quien califique La trilogía de cósmica como una obra de ciencia-ficción, y una obra
brillante según los criterios del género.
Aunque, por otra parte, el
ingenio de Lewis desborda el género. La obra es mucho más aguda, amena y profunda
que las obras de ciencia-ficción al uso. ¿Podríamos hablar, más bien, de teología-ficción?
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