Fahrenheit
451, el desafío moderno
Manuel Ballester
Ray Bradbury (1920-2012) se define a sí mismo como un “un
escritor apasionado, no intelectual, lo que quiere decir que mis personajes
tienen que adelantarse a mí para vivir la historia. Si mi intelecto los alcanza
demasiado pronto, toda la aventura puede quedar empantanada en la duda y en
innumerables juegos mentales”.
En Fahrenheit 451
(1953) se transparenta el carácter de su autor: es una narración ágil, viva, se
dirige de un modo raudo y vibrante hacia las cuestiones esenciales. Vale la
pena leer el Postfacio a Fahrenheit 451
donde transmite la trepidación con que la escribió: alquilando una máquina de
escribir por horas, yendo y viniendo a la biblioteca para localizar citas,… Hay
también un trabajo previo, de maduración, pero el texto final, el relato que
nos ha llegado, surge a borbotones.
Se trata de una novela distópica o, lo que es lo mismo, una
descripción de una sociedad sometida a un poder total, totalitario. Un Estado
que es fin y, por eso, reduce a los individuos a meros engranajes. La tensión
entre Estado e individuo y el preocupante surgimiento de la masa como categoría
social ha cristalizado en el auge de distopías. Ejemplos de ello son 1984 de Orwell o Un mundo feliz de Huxley.
Lo que distingue a las sociedades distópicas citadas es el
mecanismo que emplea el Estado para anular al individuo.
En el caso de Fahrenheit
451 los libros juegan un papel central. Cuando el progreso técnico ha
logrado hacer imposible los incendios, los bomberos reorientan su actividad y
se dedican a perseguir a los a-sociales que tienen la osadía de esconder
libros.
Estamos ante una sociedad cuyo objetivo es, como ocurre
literalmente en la obra de Huxley, hacer felices a sus ciudadanos: “¿Qué
queremos en este país por encima de todo? Ser felices, ¿no es verdad? ¿No lo
has oído centenares de veces? “Quiero ser feliz”, dicen todos. Bueno, ¿no lo
son? ¿No los entretenemos, no les proporcionamos diversiones? Para eso vivimos,
¿no es así? Para el placer, para la excitación. Y debes admitir que nuestra
cultura ofrece ambas cosas, y en abundancia”. Felicidad como sinónimo de
diversión, placer y excitación. Quien lee libros rompe la satisfacción global
ya que podría cuestionarse esa idea de felicidad, podría descubrir que no es
eso lo que él quiere, podría descubrir otras ideas (¿mejores?) de felicidad.
No se trata (sólo) de que quien lee objeta a la marcha
general de la sociedad. Se trata de que recobra algo que ese modelo totalitario
de sociedad le ha quitado al individuo: el contacto con la realidad, el
reconocimiento de sí mismo. Así lo descubre el protagonista: “La felicidad
importa mucho. La diversión es todo. Y sin embargo allí estaba yo diciéndome a
mí mismo: “No soy feliz, no soy feliz” […] Tenemos lo necesario para ser
felices y no lo somos. Algo falta”. Ese es el momento en que el individuo
descubre que, aunque el Estado le dice que tiene todo lo necesario para ser
feliz, él descubre que su auténtica realidad no puede establecerse ni
comprenderse desde esas categorías.
El debate es amplio. No enfrenta sólo al individuo frente al
Estado. También atañe a la realidad, la verdad, la experiencia, la felicidad.
Por eso, el garante de ese Estado, el jefe de los bomberos “pertenece al grupo
de los más peligrosos enemigos de la verdad y de la libertad, el sólido y terco
rebaño de la mayoría. Oh, Dios, la terrible tiranía de la mayoría”.
No es que cualquier idea, por el simple hecho de estar
publicada en un libro, merezca la pena. Hay que tener criterio para encontrar
los buenos libros de los buenos autores porque “los buenos escritores tocan a
menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente”.
El tono de la obra es optimista. Señala los grandes
problemas, las grandes tensiones, el riesgo de totalitarismo que se cierne
sobre Occidente desde el siglo pasado. Pero indica también líneas de escape,
vías de resistencia, orientaciones y sugerencias que merecen ser atendidas.
Porque, aunque un sistema impulsado por gentes sin alma o
con “almas tristes” persiga la sumisión de las voluntades, el sometimiento de
la libertad y la personalidad, “eso es lo maravilloso en el hombre; nunca se
descorazona o disgusta tanto como para no empezar de nuevo. Sabe muy bien que su
obra es importante y valiosa”.
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