El mundo, Platero y el sentido
Manuel Ballester
El premio Nobel de Literatura de 1956 recayó en Juan Ramón
Jiménez (Moguer, Huelva, 1881-San Juan de Puerto Rico, 1958), por el conjunto
de sus obras, entre las que destaca Platero y yo.
Publicada por primera vez en 1914, conocerá otra edición en 1917. En la década de 1920 Juan Ramón escribió algunos capítulos más con la idea de hacer una tercera edición e, incluso, una continuación de la que, con el título de Otra vida de Platero, llegó a esbozar el contenido. Pero ni la tercera edición ni la segunda parte prosperaron.
En la introducción a Platero y yo el propio Juan Ramón se denomina
“poeta lírico”. El término “lírico” toma su nombre del hecho de que en la
antigua Grecia la recitación solía acompañarse del sonido de una lira. La
expresión más frecuente del género lírico es en verso pero hay también una
modalidad denominada prosa poética, que es en la que está escrito Platero y
yo.
El libro es un conjunto de capítulos breves y deliciosos que
evocan en el lector el olor a vacaciones infantiles. La lectura ha de ser
pausada, a ritmo de lira; no se entra en el mundo de Platero si no se dispone
de sosegada calma para abordar los 136 cuadros que son estampas de la vida de
Platero o, más precisamente, de la vida que el poeta va narrando a Platero. La
lira que pulsa el poeta marca el ritmo armonioso de la respiración, de los
latidos del corazón, de la lectura y del curso vital, como ríos que van
mansamente a dar al mar.
Con un esmerado preciosismo en la escritura, Juan Ramón va
poniendo ante el lector “el mundo, es decir, Moguer, su campo, tú y yo” o, más
precisamente, el mundo tal como lo vive el poeta. Juan Ramón muestra el mundo
interpretado por su mirada, por sus juicios y prejuicios, por su horror instintivo
“a la iglesia, a la guardia civil, a los toreros y al acordeón” y al apólogo, a
la moraleja de las fábulas que es “ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma caída
al final”: por eso, por su prejuicio antimoraleja hace enmudecer a Platero. El
burrito no hablará. No se le confundirá con cigarras, comadrejas, hormigas y
demás animales parlantes y moralizantes.
Tenemos, pues, Moguer, el pueblo, el monte y el mar. Y las
gentes del lugar.
Moguer es el hogar. “El alma de Moguer es el pan. Moguer es
igual que el pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, dorado en torno
-¡oh sol moreno!- como la blanca corteza”, huele a “pino y a pan calentito”.
Rebuscando en los olores y sabores que impregnaron ese mundo, precisa: “te he
dicho que el alma de Moguer es el pan. No. Moguer es como una caña de cristal
grueso y claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de
oro”.
Moguer son también sus gentes. Pero el poeta prefiere la
naturaleza y la soledad: “¡Qué hermoso el campo en estos días de fiesta en que
todos lo abandonan!”, su ideal es el simple devenir natural, el naranjo, sus
hermanos “los pájaros, sin fiesta fija [que] sólo tienen que abrir sus alas
para conseguir la felicidad [que] aman el amor sin nombre”.
Poeta al fin, en la naturaleza, en las fuentes, intuye y
anhela algo, algo eterno, “como una clave o una tumba, toda la elegía del
mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera”. Anhela verdad, bondad y
belleza; sentido, en suma.
Por eso, pasa por sus manos de poeta todo el espectro de lo
sensible, para cribarlo con su “pensamiento amable”, para medirlo con su
“sentir amable”.
Y por ese crisol, que es el sentir, el pensar y el decir del
poeta pasará todo el arco que va de la ternura a la brutalidad.
¿Y hallará belleza, sentido, felicidad? La alegría. También
la alegría será juego. De Platero y la perrilla, de Platero con los niños.
Juego, “¡Claras tardes del otoño moguereño!”. Infancia, la edad de oro, cuando
sabíamos que jugar al escondite era preparar la alegría del encuentro.
Y la muerte. También la muerte. Argumento fatal e
irrefutable de la vida, llega. ¿Y entonces? Sepulcro, nostalgia, melancolía,
ver las cosas a la luz del recuerdo del ausente.
En la naturaleza disfruta de su actitud reflexiva,
contemplativa. Es más espectador que actor. Por eso rehúye las fiestas, las
alegrías del juego, el vínculo afectivo con los otros hombres. Sentir amable,
pensar amable, trote corto de asno, de lira. Y anhelo de sentido y eternidad.
Que está, seguramente, en Moguer. Visible para quien mire ese mundo con
ternura, que es el nombre con que se viste el amor cuando visita la fragilidad.
A lo esencial, en suma; ¿no es así como es, en el fondo, Platero, yo, y todo hombre:
“pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera,
que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”… frágil, tierno?
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