Jaime Ballester (2013) |
«— Papá, sálvame, no quiero morir».
Pinocho se resiste a acabar en el fuego. Aunque sea la
conclusión lógica, el final natural, del camino que tomó. El recurso al padre
es, quizá, el último recurso. Manifiesta impotencia, expresa espontáneamente
que no tenemos el control total de nuestra vida y que, por eso, necesitamos
ayuda para llevarla a buen puerto.
Todos son testigos de la rebelión de Pinocho contra su
destino. Pero sólo uno de los espectadores es relevante. Ya dijimos que cuando
hay títeres, aparece enseguida el titiritero y entonces la relación crucial es
la vertical. Comefuego contempla la lucha de Pinocho y entonces
«empezó a conmoverse y a apiadarse de él y, tras haber
resistido un poco, no pudo más y dejó escapar un sonoro estornudo».
Comefuego exterioriza sus emociones estornudando. Eso lo
saben quienes lo conocen y pueden por eso darle a Pinocho la buena noticia de
que está salvado. Se conmueve pero intenta ocultarlo, «haciéndose el arisco».
De modo que tenemos un fenómeno curioso: la sensibilidad que se manifiesta
espontáneamente y que es negada o mitigada en el plano consciente. Comefuego no
es el único que se emociona en este capítulo. También Pinocho, y Arlequín, y el
final del capítulo es, de hecho, un desbordarse de la emotividad de todos.
Distinto es el modo de emocionarse de cada personaje, distintas son las
emociones y su manifestación. Dejamos esta cuestión para más adelante, para
cuando tengamos una visión de conjunto que nos permita comprender mejor este
fenómeno. Sigamos ahora con el relato bordeando la sensibilidad.
El titiritero, decíamos, se emociona ante Pinocho
aterrorizado, luchando contra lo inevitable, afirmando su deseo de vivir, llamando
a su padre.
El inicio de la conversación es aparentemente arisco, como
si le riñera. Pero en mitad de su intervención es interrumpido por dos
estornudos. Y ya sabemos lo que significan esos estornudos. De modo que Pinocho
puede responder, puede continuar el diálogo iniciado por el titiritero:
«— ¡Jesús!
— ¡Gracias! ¿Viven tu
padre y tu madre?, le preguntó Comefuego».
Pinocho le cuenta. Comefuego comprende el dolor que tendría
el anciano Geppetto si Pinocho ardiese. Hay entre ellos algo esencial: diálogo.
Comefuego no dialoga con los otros títeres: simplemente les ordena, los maneja,
los usa. Se gana la vida con ellos, gracias a lo que hacen: ahí radica su
utilidad. Son útiles para Comefuego, pero no son sus iguales. Pinocho sí.
Porque Pinocho tiene padre.
Pinocho es de madera, pero no es un muñeco como los demás.
Arlequín, Polichinela, Rosaura, son sólo títeres, sin esperanza de conseguir
una auténtica y duradera libertad: su suerte no puede ser más que la de
alimentar, al concluir su carrera teatral, el fuego para el asado de su patrón.
Pinocho, de madera como ellos, marioneta como ellos, sin verdadero dominio de
sí como ellos, tiene otro destino, el teatro no le aprisiona necesariamente
(Cfr. Biffi, p. 87).
Tener padre es una diferencia esencial que le asemeja a
Comefuego porque le hace humano al conferirle un destino abierto, una
naturaleza de libertad. El ser humano no tiene un destino que se le imponga,
que le anteceda y esté necesariamente escrito. El ser humano se planta ante la
vida con una serie de dones y capacidades y a golpe de elección va forjando su
vida, va descubriendo que él tiene una tarea, y que esa tarea tiene sentido. Y
por eso, el hombre en vez de destino tiene vocación: está llamado a dotar de
sentido a su vida y su mundo.
Pinocho ha sido amado. El amor paterno es una llamada que
puede rechazarse o acogerse. Pero para ambas posibilidades hay que ser libre.
Podemos optar por cualquiera de ellas, pero no son igualmente humanas: aceptar
es humanizarse, rechazar es inhumano, es caer en manos de los hilos que manejan
la vida: «un títere que tiene un padre está llamado a ser hombre; un hombre que
ha rehusado al padre, antes o después se convierte en un títere» (Biffi, p.
88).
Comefuego ha descubierto que Pinocho no es un títere: la
marioneta desempeña necesariamente una función, por eso su destino está escrito.
Pinocho no es así, por eso se rebela, lucha y clama por su padre.
La necesidad del mundo hace que para comer caliente, un
títere haya de arder. Pinocho se ha salvado, pero el fuego necesita madera:
«— Prended a ese Arlequín, atadlo bien y echadlo al fuego».
De la reacción de Arlequín hablaremos más adelante. Interesa
ahora Pinocho. Intenta conseguir el perdón para Arlequín, pero Comefuego le
explica cuál es el orden de las cosas:
«— Si te he perdonado a ti, es preciso que lo eche a él al
fuego, porque quiero que mi cordero esté bien asado».
El orden de las cosas es ese. No es cuestión de crueldad o
piedad. Es cuestión de que para comer un cordero, hay que matarlo; y para
comerlo caliente, se necesita fuego. Pinocho entiende que para que él viva,
Arlequín ha de morir. Y eso es algo necesario. Es necesario en el mundo de los
títeres. Pero Pinocho no se deja empequeñecer, se niega a que la necesidad le
aplaste:
«—En ese caso, ¡ya sé cuál es mi deber! ¡Adelante, señores
gendarmes! Atadme y arrojadme a las llamas. ¡No, no es justo que el pobre Arlequín,
mi buen amigo, tenga que morir por mí!…».
Al ofrecerse heroicamente a ocupar el puesto de Arlequín,
reconoce que su naturaleza de madera puede alimentar el fuego y acepta morir
así. Asume lo que él es y reconoce su destino como tarea, como deber. En ese
acto se distancia infinitamente de los simples muñecos. Se encuentra a sí mismo.
Se reconoce como ser libre, con un deber, por tanto; con una tarea que dota de
sentido sus actos, en definitiva.
Pinocho asume su deber. Al hacerlo se salva a sí mismo
porque se hace hombre. Puede morir, pero no como muñeco: ahora moriría como un
ser humano. Al arder un títere queda ceniza y polvo. Nada más. Pinocho ha sido
amado y eso es esencial. Si arde, será también polvo y ceniza. Y mucho más. Parafraseando
a Quevedo:
«Será ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo será, mas polvo enamorado».
El espectáculo de alguien que hace real su más alta
posibilidad (no la más astuta: la mejor) es admirable. Todos los muñecos lloran
emocionados. Comefuego también; por eso abre afectuosamente los brazos y le
dice:
«— ¡Eres un gran muchacho! Tu sei un gran bravo ragazzo!».
Al principio Comefuego lo vio como un títere más, como un
muñeco alborotador, como buena leña para un buen fuego. Ahora le llama ragazzo,
ahora reconoce que Pinocho se está haciendo a sí mismo un auténtico hombre. Por
eso le concede la gracia. Y los muñecos bailaron toda la noche en el escenario
para celebrarlo.
Lo que es digno de celebración es el acto de Pinocho que le
devuelve al camino perdido cuando dejó la escuela “para mañana” y vendió el
Abecedario. Sin embargo, todos celebran una consecuencia: el perdón de
Arlequín.
El misterio admirable de una vida que va dando pasos hacia su propia plenitud permanece oculto. Quizá deba ser así. Quizá sólo quienes permanezcan atentos a los pasos del muñeco podrán ver desplegarse ese misterio, si llega a su plenitud.
El misterio admirable de una vida que va dando pasos hacia su propia plenitud permanece oculto. Quizá deba ser así. Quizá sólo quienes permanezcan atentos a los pasos del muñeco podrán ver desplegarse ese misterio, si llega a su plenitud.
Y por eso no extraña que hayamos asistido a un despliegue de
una amplia galería de sentimientos desde la desesperación a la euforia festiva.
Pero, ya lo advertimos antes, esto es otra historia y ha de contarse en la
próxima entrada.
Emocionante y magnífica reflexión sobre el cuento de Pinocho. Cada capítulo está más interesante; en cada uno descubro cosas nuevas, aunque hay una que se repite: el valor del amor.
ResponderEliminarMe encanta la frase "El hombre en vez de sentido, tiene vocación: está llamado a dotar de sentido a su vida y su mundo".
Gracias de nuevo.
Un saludo, Carmen
Gracias a ti, Carmen
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