El asunto del vestido y desvestido femenino siempre ha
tenido su tirón y su morbo. Pero cuando las leyes se han detenido ahí, el
sainete se ha convertido en esperpento.
Mi amiga Celia me envía un impreso de un contrato de
trabajo. Se trata de un formulario para maestras fechado en 1923. Me lo hace
llegar con intención jocosa, porque la cosa tiene su gracia.
Se expone quiénes son los firmantes del dicho contrato: por
un lado, el Consejo de educación de la escuela y, por otra parte, la señorita
interesada en tomar a su cargo la tarea de instruir a los niños. Se establece
el salario (75 pesetas al mes) y las obligaciones que contrae la trabajadora.
Ahí, en los deberes de la señorita es donde aparecen las
enaguas. Y no sólo las enaguas, sino las dimensiones del vestido y las horas a
las que tiene que estar en casa y con quién puede y con quién no puede pasear y
si puede (que no puede) beber cerveza, etc. Bueno, a estas alturas de milenio
es eso: unas risas.
Sin abandonar el humor, que es siempre buena tribuna, cabe
plantearse si eso son sólo cosas de otros tiempos. Sin duda la mayoría de
nuestras abuelas en aquella época mantenían de hecho tales normas de conducta.
El contrato trata, por tanto, de plasmar en papel las “buenas prácticas” que
estaban en la calle.
El absurdo se ve con el paso del tiempo. Que se le prohíba a
la maestra que use vestidos brillantes o que se tiña el pelo o que se maquille
nos parece un dislate, una extravagancia. Pero hay más prohibiciones: por
ejemplo, no puede fumar. Así como suena: prohibido fumar, hasta el punto que
aparece literalmente estipulado que “este contrato quedará automáticamente
anulado y sin efecto si se encontrara a la maestra fumando”. Y adiós a las 75
pesetas mensuales.
Hay en el contrato obligaciones que hoy atenderá otro tipo
de personal pero que se entiende que formen parte del contrato, como “Mantener
limpia el aula” o, incluso, “encender el fuego a las 7’00 de modo que la
habitación esté caliente a las 8’00 cuando lleguen los niños”. Y es lógico que
alguien realice tales tareas, porque facilitan el trabajo de enseñar, porque
crean un ámbito confortable para el aprendizaje. Están, por tanto, ligados a la
actividad que está siendo regulada por el contrato.
Pero, precisamente por eso, hay que poner la obligación de
calentar el aula en un plano distinto a las que nos han producido la cuchufleta
inicial. De modo que la prohibición de teñirse el pelo y la de fumar han de ser
tratadas en igualdad de condiciones si no queremos caer en flagrante
contradicción. Sencillamente porque ninguna de ellas atañe a la actividad
laboral para la que se realiza el contrato.
Ya Enrique Ujaldón escribió aquí mismo un artículo
argumentando de modo que yo no sabría mejorar que legislar en torno al tabaco
es, sencillamente, meterse donde no le llaman y, por eso mismo, molestar y
sofocar la libertad. O, lo que es lo mismo, que si bien está claro que fumar es
malo, la ley ha de permitir que cada quien decida qué hacer con sus pulmones.
Si nos atenemos a la distinción entre ética y política,
podríamos decir que la perspectiva presente en el contrato de marras y en los
prohibicionistas del tabaco y otras lacras, consiste en intentar lograr el bien
(vamos a suponerles buena intención) privado, ético, mediante normas que emanan
de la esfera política. Resultado: se estrecha la libertad y se hace el ridículo
prescribiendo a la maestra “Usar al menos dos enaguas”.
Otra visión, más sensata, consiste en legislar de modo que
se impida que las distintas perspectivas privadas se estorben entre sí. Y será
la presión social, la salud, las costumbres cambiantes y un largo etcétera lo
que hará que unos fumen, se maquillen o hagan lo que les dé la realísima gana.
Esta última perspectiva es liberal, más razonable por tanto, es más difícil
porque supone potenciar la libertad individual y restringir el ejercicio del
poder cuando se está en él.
De manera que el liberalismo es una doctrina política que no
se pronuncia sobre las conductas privadas, sobre la ética, salvo para arbitrar
en pro de la convivencia. Mientras que la tesis intervencionista se comporta de
hecho como una verdad ética que usa el poder para imponerse a los demás, para
corregir la realidad y por eso sitúa la vida bajo el poder del Estado o, lo que
es más cierto y temible: bajo el poder de burócratas de la política, gentes sin
otro oficio que trepar y organizarles la vida a los demás produciendo normas,
reglamentos, manuales y otras malas hierbas. Y es así como adopta aires
totalitarios, ridículos y golpea a su principal oponente: la libertad del
individuo.
Muy interesante; especialmente, el último punto.
ResponderEliminarEstas ideas se ven mejor cuando se concretan en ejemplos gráficos. El que quiere ver, claro.
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