Jaime Ballester (2013) |
En cuanto deja de nevar, Pinocho intenta realizar su tarea.
Acepta el irrenunciable quehacer de todo hombre: mejorar en la medida de sus
posibilidades, perfeccionarse, alcanzar la mayor plenitud posible. Además, se
lo ha prometido a Geppetto.
Ya ha aprendido cosas sobre sí mismo, gracias a sus errores
y a la paciente sabiduría de su padre. Abandona ahora la casa, pero no
caprichosamente. Esta vez sale al mundo para continuar su formación.
Se dirige ilusionadamente hacia el colegio, emprende animosamente
el camino de la humanización. Va pensando ya en los logros: aprenderá a leer, a
escribir, ganará dinero, será generoso y compensará a Geppetto por su
sacrificio. Está emocionado, conmovido (tutto
commoso) por la generosidad de su padre. Tiene buenos deseos, grandes
ilusiones. Pero no es realista. No sabe aún que no basta desear algo, y algo
bueno, para que suceda. Para que lo bueno ocurra, para que el bien suceda, para
ser buenos, hemos de provocarlo con nuestras acciones.
No basta desearlo. Hay que elegirlo. Realizarlo.
La elección es clave, esencial. Supone la existencia de
alternativas, posibilidades, vías distintas por las que seguir el camino de la
vida. Junto al deseo de grandes ideales se presentan otras opciones.
Incluso en su candidez, Pinocho ve que la realización de sus
ideales llevará tiempo («mañana aprenderé a escribir, y pasado mañana a hacer
los números. Después…»), remite al futuro, al mañana. ¿Y mientras, qué hacer? Se
ve la perfección como en un apetecible lejano y, al mismo tiempo, se insinúa
una invitación a un disfrute cercano: no para mañana, sino para hoy. Aquí y ahora.
El proceso es conocido. Comienza como algo ambiguo («le
pareció oír a lo lejos una música de pífanos y de golpes de bombo»), una lejana
invitación («los sonidos llegaban desde el final de una larguísima calle») que
provoca duda, perplejidad. Se ensombrece la claridad con que antes se veían los
ideales elevados. Al principio es simple curiosidad («¿qué será esa música?»),
a la que se une pronto la intuición de que se opone a las nobles aspiraciones
en que se estaba («¡Lástima que tenga que ir a la escuela!; si no…»).
Se intenta hacer compatibles ambas tendencias, pero llega un
momento en que hay que elegir:
«o a la escuela o a oír los pífanos».
El presente, el goce actual, tiene demasiado peso para que
una persona inmadura sea capaz de soportarlo.
El tiempo presente reclama el placer presente. Y la idea de
la vida como algo cuyo sentido consiste en disfrutarla (a manos llenas o
moderadamente, da igual) se corresponde con lo que Kierkegaard denomina estadio
estético, una «concepción de la vida que enseña que se debe gozar de ella, pero
que pone la condición para ello fuera del individuo. Tal es el caso de todas
las concepciones de la vida en las que la riqueza, los honores, la nobleza,
etc., son tomados como tarea y contenido de la vida» (Kierkegaard, El equilibrio entre el aspecto estético y ético en la elaboración de la
personalidad).
Elegir guiar la vida de este modo no es buena opción. No por
un moralismo mojigato que condene el placer, la riqueza, etc. No es buena
porque quien elige así opta por un estilo de vida en el que la causa de sus
alegrías no estará a su alcance, correrá tras múltiples objetos placenteros,
pero no hallará la satisfacción de saberse grande, fuerte, capaz de mantener
las promesas porque se es dueño de la propia vida y se posee consistencia
interior.
Por el contrario, quien se elige a sí mismo o, más
precisamente, quien elige su mejor posibilidad dota a su vida de sentido. Entonces
el sentido de la vida se articula sobre la tarea de realizar la mejor
posibilidad que la vida concreta ofrece y esta actitud proporciona el criterio
para juzgar (como buenas o malas) las acciones porque el centro de la vida
radica en una interioridad de la que se es el dueño.
La elección de Pinocho tiene en cuenta la atracción de los
pífanos y la fiesta pero no ignora los maravillosos ideales que le animaban al
principio. Por eso, intenta dar a cada tiempo lo suyo: hoy, pífanos; mañana,
escuela. No se renuncia a la propia formación, simplemente se la pospone para
mañana
«Hoy iré a oír los pífanos y mañana a la escuela; para ir a
la escuela siempre hay tiempo».
De modo que muy rápidamente hemos pasado de la gran ilusión
por ser cuanto antes un “buen chico” que pueda restituir de alguna manera los
sacrificios de su padre a dejarlo para después («para ir a la escuela siempre
hay tiempo») en favor de una curiosidad, una música que atrae.
Así que Pinocho, «enfiló la calle transversal y corrió cuanto le daban las
piernas. Cuanto más corría, más claramente oía los pífanos y el bombo».
En medio del bullicio de la gente, de la fiesta, Pinocho se
las promete muy felices. No sabe que cuando uno no es el centro de su propia
vida, lo que le ocurre es contingente. En la vida pasan tantas cosas (i casi
son tanti!) que puede haber suerte, puede tocar la lotería. Pero también pueden
ocurrir otras cosas.
Veremos en la próxima entrada qué le depara la suerte al
muñeco.
Desde luego, qué arte tienes para despertar mi curiosidad y estar deseando que llegue el próximo capítulo. Quiero ver cómo acaba este Pinocho, que parece que no aprende con las lecciones que la vida le va dando.
ResponderEliminarSaludos, Carmen
Eso de tropezar varias veces en la misma piedra no le ocurre sólo a Pinocho. Ahí está el interés de la historia.
EliminarGracias