Jaime Ballester (2013) |
«El titiritero Comefuego (ese era su nombre) parecía un
hombre espantoso… pero, en el fondo, no era mala persona».
En el capítulo anterior vimos al titiritero actuando como
cualquier otro titiritero. Realizaba los quehaceres que cabe esperar de todos
los titiriteros: poner orden en el teatro, coordinar las funciones de los
títeres o, lo que es lo mismo, organizar el sistema compuesto por él mismo, los
títeres y el público.
Este capítulo se inicia dando nombre al titiritero. Capítulos
atrás vimos a Geppetto dárselo a Pinocho. Indicamos allí la significación del
nombre propio. Añadamos ahora un aspecto más. El nombre individualiza. Si hablamos
de titiritero, carpintero u hombre, nos referimos a nombres genéricos que
remiten a grupos identificables por sus características comunes, generales, tan
reales como abstractas. Cuando damos nombre al carpintero o al titiritero,
señalamos al individuo que, ciertamente, forma parte de ese grupo pero tiene
también sus particularidades. En definitiva, al dar el nombre, se indica que
aunque desempeña una función dentro del sistema que lo relaciona con los
títeres, Comefuego es también una persona.
Y esa persona individual, singular, es la que entra en
contacto y establece diálogo con Pinocho. Esa relación de persona a persona es la
trama fundamental de este capítulo. Ese contexto permitirá a Pinocho descubrir
que está llamado a ser un hombre, que las dimensiones que imponen necesidad a
su vida no son las únicas reales sino que han de ser trenzadas creativamente
con los aspectos libres o, en otros términos, que en el hombre no hay destino
sino vocación, deber, tarea…posibilidad de éxito y fracaso, pero sentido
siempre.
Comefuego ha representado en el capítulo precedente su papel
de titiritero. Ahora deja traslucir su personalidad singular. Resulta que no es
mala persona. Por eso, cuando vio a Pinocho desesperarse, luchar, llamar a su
padre,
«empezó a conmoverse y a apiadarse de él».
Descubrimos con sorpresa a un Comefuego enternecido,
emocionado. ¿Será posible que «un hombretón tan feo que daba miedo sólo con
mirarlo» sea, en el fondo, un sentimental? Porque se trata de eso, de los
sentimientos.
Hay una amplia gama de términos que cubren este campo
semántico. El mundo de las emociones va desde los más delicados afectos hasta
las pasiones más intensas, tiene que ver con la simpatía, la alegría o el dolor
pero también con el amor y el odio.
Cuando Comefuego se conmueve experimenta un sentimiento. Lo
mismo le ocurre a Pinocho cuando se ve alimentando la hoguera. O a Arlequín
cuando tiene que sustituir a Pinocho. O, por último, a todos los títeres cuando
se ponen a cantar y bailar para celebrar que Comefuego perdona a Arlequín por
esta vez.
¿Qué hay de común en todos estos casos?, ¿Qué son los
sentimientos?, ¿Cómo afrontar la vida afectiva, el laberinto sentimental? Los
sentimientos, ¿formarán parte de ese ámbito de necesidad que nos acompaña o,
por el contrario, podemos y debemos afrontarlo como parte de la tarea de
hacernos hombres?
Esta última formulación es, quizá, la más clara. Se trata de
averiguar si los sentimientos son algo necesario ante lo cual sólo nos cabe
aceptarlos o, por el contrario, es un ámbito donde tiene sentido hablar de
formación (de la vida afectiva), deber, tarea.
En líneas generales, la mentalidad actual no acogería
favorablemente la tesis aristotélica de que «hemos de aprender a alegrarnos y
entristecernos adecuadamente». Y es que esta afirmación implica dos aspectos
que, me temo, no son muy populares. Por una parte, significa que no todo
sentimiento es “adecuado”; por otro lado, sostiene Aristóteles que hay que “aprender”,
que es tanto como decir que hay que modificar y mejorar… para conseguir que los
sentimientos sean los adecuados, naturalmente.
Quizá venga de Rousseau la idea de que la sensibilidad es
pura espontaneidad y, como tal, buena como el hombre natural. Quizá la
elaboración del inconsciente llevada a cabo en la modernidad nos alerte contra
los peligros de reprimir ese fondo espontáneo que brota de nuestro interior. Y,
finalmente, quizá por eso tenemos la impresión de que los sentimientos son, por
una parte, sólidos guías de nuestra acción (nadie se atrevería a obrar contra
sus sentimientos) y, por otra parte, somos libres, dueños de nuestras vidas.
¿Cómo se puede afirmar que somos dueños de nuestras vidas al mismo tiempo que
se sostiene que no somos dueños de nuestros sentimientos y que, finalmente,
hemos de seguirlos?
Me inclino a pensar que Aristóteles tiene razón en este
punto. Al menos no incurre en contradicciones tan evidentes. También tiene
razón Aristóteles cuando afirma que nadie yerra completamente, por eso
rescataremos los aspectos que la modernidad ha desarrollado con acierto.
Comefuego se enternece. Pinocho se desespera. Arlequín se
espanta. Todos experimentan sentimientos.
El sentimiento es la consecuencia que produce sobre nosotros
algo; tiene, dicho en otros términos, estructura intencional. Cuando Comefuego
ve debatirse a Pinocho siente algo: eso que siente
(piedad, ternura) es el sentimiento, el efecto que le produce ver a Pinocho en
esa situación. Si ponemos el acento en el modo en que eso nos afecta, lo llamamos afectos. Si subrayamos
que los sentimientos son principios de acción, es decir, que actuamos siguiendo
lo que sentimos, entonces lo denominamos emociones (porque motio significa eso: movimiento). Si, por último, la emoción es muy
intensa, la denominamos pasión. Evidentemente, la cuestión es más compleja de
lo que podemos exponer en unas pocas líneas.
Es verdad que no podemos evitar sentir. No podemos hacer que
ciertas cosas nos alegren o agobien, nos repugnen o enamoren. ¿Cómo, entonces,
dice Aristóteles que hay que “aprender” a alegrarnos si no podemos evitarlo?
Collodi resuelve la cuestión de un modo certero cuando
señala que Comefuego «no era mala persona. La prueba es que cuando vio delante
de sí a aquel pobre Pinocho…, empezó a conmoverse». Puesto que Comefuego es
buena persona, no puede evitar el sentimiento de compasión.
Dicho de otro modo: no podemos evitar sentir lo que sentimos
porque lo que sentimos depende de lo que somos. Pero lo que somos sí está en
nuestra mano, sí podemos y debemos educarlo. Esa es la tarea de ser personas.
Si logramos ser buenas personas, tendremos buenos sentimientos o, en
terminología de Aristóteles, si somos buenas personas nos alegraremos del bien
y nos entristeceremos del mal, que son los sentimientos adecuados.
Cuando los sentimientos son adecuados, entonces son guías
certeros de la vida que se despliega hacia su plenitud. Si los sentimientos
expresan una vida errática, sin sentido ni meta, no poseída, no humana,
entonces conducen a una mayor profundización en ese extravío y no se comprende
el laberinto de la afectividad.
Hemos desenredado un poco la maraña de la
sensibilidad. Pero aún podríamos decir algo más que sea de interés. ¿Qué decir,
por ejemplo, del estornudo de Comefuego? Será en la próxima entrada.
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