La dignidad humana se manifiesta en la capacidad y la
voluntad de asumir la responsabilidad por lo que hemos hecho. La
responsabilidad tiene que ver no sólo con la intención con que emprendimos
nuestros actos, sino también tiene que ver con las consecuencias que se han
derivado de nuestras acciones.
Algo de esto le entiendo a
Alessandro Manzoni cuando, en su obra Los novios, dice: «Los provocadores, los
tiranos, todos los que, de un modo u otro, ofenden al prójimo, son reos, no
sólo del mal que cometen, sino también de la perversión que llevan al ánimo de
los ofendidos». Según Manzoni, quienes provocan daño son culpables no sólo
del acto inmediato de la afrenta, sino también de la corrupción moral que
inyectan en quienes la padecen.
Los provocadores y tiranos, al obrar injustamente, no sólo
violan la integridad de sus víctimas, sino que también inician un ciclo de
perversión en el corazón de los ofendidos. Esta perversión puede manifestarse
como un deseo de venganza, un deterioro de la confianza en los demás o una
imitación del comportamiento violento y deshumanizante que han experimentado.
Así, la ofensa inicial se amplifica y perpetúa, extendiendo sus efectos más
allá del acto individual.
Por lo tanto, cuando hablamos de responsabilidad, nos referimos no sólo a evitar infringir daño directo, sino también a cultivar una conciencia de las ondas expansivas que nuestros actos pueden provocar. En última instancia, la dignidad implica un compromiso con la integridad personal y la construcción de una comunidad en la que todos sus miembros puedan vivir libres de las cadenas de la perversión moral que los actos irresponsables de otros podrían forjar.
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