miércoles, 3 de abril de 2013

9.1. La elección de Pinocho



Jaime Ballester (2013)

En cuanto deja de nevar, Pinocho intenta realizar su tarea. Acepta el irrenunciable quehacer de todo hombre: mejorar en la medida de sus posibilidades, perfeccionarse, alcanzar la mayor plenitud posible. Además, se lo ha prometido a Geppetto.

Ya ha aprendido cosas sobre sí mismo, gracias a sus errores y a la paciente sabiduría de su padre. Abandona ahora la casa, pero no caprichosamente. Esta vez sale al mundo para continuar su formación.

Se dirige ilusionadamente hacia el colegio, emprende animosamente el camino de la humanización. Va pensando ya en los logros: aprenderá a leer, a escribir, ganará dinero, será generoso y compensará a Geppetto por su sacrificio. Está emocionado, conmovido (tutto commoso) por la generosidad de su padre. Tiene buenos deseos, grandes ilusiones. Pero no es realista. No sabe aún que no basta desear algo, y algo bueno, para que suceda. Para que lo bueno ocurra, para que el bien suceda, para ser buenos, hemos de provocarlo con nuestras acciones.

No basta desearlo. Hay que elegirlo. Realizarlo.

La elección es clave, esencial. Supone la existencia de alternativas, posibilidades, vías distintas por las que seguir el camino de la vida. Junto al deseo de grandes ideales se presentan otras opciones.

Incluso en su candidez, Pinocho ve que la realización de sus ideales llevará tiempo («mañana aprenderé a escribir, y pasado mañana a hacer los números. Después…»), remite al futuro, al mañana. ¿Y mientras, qué hacer? Se ve la perfección como en un apetecible lejano y, al mismo tiempo, se insinúa una invitación a un disfrute cercano: no para mañana, sino para hoy. Aquí y ahora.

El proceso es conocido. Comienza como algo ambiguo («le pareció oír a lo lejos una música de pífanos y de golpes de bombo»), una lejana invitación («los sonidos llegaban desde el final de una larguísima calle») que provoca duda, perplejidad. Se ensombrece la claridad con que antes se veían los ideales elevados. Al principio es simple curiosidad («¿qué será esa música?»), a la que se une pronto la intuición de que se opone a las nobles aspiraciones en que se estaba («¡Lástima que tenga que ir a la escuela!; si no…»).

Se intenta hacer compatibles ambas tendencias, pero llega un momento en que hay que elegir:
«o a la escuela o a oír los pífanos».

El presente, el goce actual, tiene demasiado peso para que una persona inmadura sea capaz de soportarlo.

El tiempo presente reclama el placer presente. Y la idea de la vida como algo cuyo sentido consiste en disfrutarla (a manos llenas o moderadamente, da igual) se corresponde con lo que Kierkegaard denomina estadio estético, una «concepción de la vida que enseña que se debe gozar de ella, pero que pone la condición para ello fuera del individuo. Tal es el caso de todas las concepciones de la vida en las que la riqueza, los honores, la nobleza, etc., son tomados como tarea y contenido de la vida» (Kierkegaard, El equilibrio entre el aspecto estético y ético en la elaboración de la personalidad).

Elegir guiar la vida de este modo no es buena opción. No por un moralismo mojigato que condene el placer, la riqueza, etc. No es buena porque quien elige así opta por un estilo de vida en el que la causa de sus alegrías no estará a su alcance, correrá tras múltiples objetos placenteros, pero no hallará la satisfacción de saberse grande, fuerte, capaz de mantener las promesas porque se es dueño de la propia vida y se posee consistencia interior.

Por el contrario, quien se elige a sí mismo o, más precisamente, quien elige su mejor posibilidad dota a su vida de sentido. Entonces el sentido de la vida se articula sobre la tarea de realizar la mejor posibilidad que la vida concreta ofrece y esta actitud proporciona el criterio para juzgar (como buenas o malas) las acciones porque el centro de la vida radica en una interioridad de la que se es el dueño.

La elección de Pinocho tiene en cuenta la atracción de los pífanos y la fiesta pero no ignora los maravillosos ideales que le animaban al principio. Por eso, intenta dar a cada tiempo lo suyo: hoy, pífanos; mañana, escuela. No se renuncia a la propia formación, simplemente se la pospone para mañana
«Hoy iré a oír los pífanos y mañana a la escuela; para ir a la escuela siempre hay tiempo».

De modo que muy rápidamente hemos pasado de la gran ilusión por ser cuanto antes un “buen chico” que pueda restituir de alguna manera los sacrificios de su padre a dejarlo para después («para ir a la escuela siempre hay tiempo») en favor de una curiosidad, una música que atrae.

Así que Pinocho, «enfiló la calle transversal y corrió cuanto le daban las piernas. Cuanto más corría, más claramente oía los pífanos y el bombo».

En medio del bullicio de la gente, de la fiesta, Pinocho se las promete muy felices. No sabe que cuando uno no es el centro de su propia vida, lo que le ocurre es contingente. En la vida pasan tantas cosas (i casi son tanti!) que puede haber suerte, puede tocar la lotería. Pero también pueden ocurrir otras cosas.

Veremos en la próxima entrada qué le depara la suerte al muñeco.

2 comentarios:

  1. Desde luego, qué arte tienes para despertar mi curiosidad y estar deseando que llegue el próximo capítulo. Quiero ver cómo acaba este Pinocho, que parece que no aprende con las lecciones que la vida le va dando.
    Saludos, Carmen

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    1. Eso de tropezar varias veces en la misma piedra no le ocurre sólo a Pinocho. Ahí está el interés de la historia.
      Gracias

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