sábado, 6 de abril de 2013

Las enaguas de las maestras


El asunto del vestido y desvestido femenino siempre ha tenido su tirón y su morbo. Pero cuando las leyes se han detenido ahí, el sainete se ha convertido en esperpento.

Mi amiga Celia me envía un impreso de un contrato de trabajo. Se trata de un formulario para maestras fechado en 1923. Me lo hace llegar con intención jocosa, porque la cosa tiene su gracia.


Se expone quiénes son los firmantes del dicho contrato: por un lado, el Consejo de educación de la escuela y, por otra parte, la señorita interesada en tomar a su cargo la tarea de instruir a los niños. Se establece el salario (75 pesetas al mes) y las obligaciones que contrae la trabajadora.

Ahí, en los deberes de la señorita es donde aparecen las enaguas. Y no sólo las enaguas, sino las dimensiones del vestido y las horas a las que tiene que estar en casa y con quién puede y con quién no puede pasear y si puede (que no puede) beber cerveza, etc. Bueno, a estas alturas de milenio es eso: unas risas.

Sin abandonar el humor, que es siempre buena tribuna, cabe plantearse si eso son sólo cosas de otros tiempos. Sin duda la mayoría de nuestras abuelas en aquella época mantenían de hecho tales normas de conducta. El contrato trata, por tanto, de plasmar en papel las “buenas prácticas” que estaban en la calle.

El absurdo se ve con el paso del tiempo. Que se le prohíba a la maestra que use vestidos brillantes o que se tiña el pelo o que se maquille nos parece un dislate, una extravagancia. Pero hay más prohibiciones: por ejemplo, no puede fumar. Así como suena: prohibido fumar, hasta el punto que aparece literalmente estipulado que “este contrato quedará automáticamente anulado y sin efecto si se encontrara a la maestra fumando”. Y adiós a las 75 pesetas mensuales.

Hay en el contrato obligaciones que hoy atenderá otro tipo de personal pero que se entiende que formen parte del contrato, como “Mantener limpia el aula” o, incluso, “encender el fuego a las 7’00 de modo que la habitación esté caliente a las 8’00 cuando lleguen los niños”. Y es lógico que alguien realice tales tareas, porque facilitan el trabajo de enseñar, porque crean un ámbito confortable para el aprendizaje. Están, por tanto, ligados a la actividad que está siendo regulada por el contrato.

Pero, precisamente por eso, hay que poner la obligación de calentar el aula en un plano distinto a las que nos han producido la cuchufleta inicial. De modo que la prohibición de teñirse el pelo y la de fumar han de ser tratadas en igualdad de condiciones si no queremos caer en flagrante contradicción. Sencillamente porque ninguna de ellas atañe a la actividad laboral para la que se realiza el contrato.

Ya Enrique Ujaldón escribió aquí mismo un artículo argumentando de modo que yo no sabría mejorar que legislar en torno al tabaco es, sencillamente, meterse donde no le llaman y, por eso mismo, molestar y sofocar la libertad. O, lo que es lo mismo, que si bien está claro que fumar es malo, la ley ha de permitir que cada quien decida qué hacer con sus pulmones.

Si nos atenemos a la distinción entre ética y política, podríamos decir que la perspectiva presente en el contrato de marras y en los prohibicionistas del tabaco y otras lacras, consiste en intentar lograr el bien (vamos a suponerles buena intención) privado, ético, mediante normas que emanan de la esfera política. Resultado: se estrecha la libertad y se hace el ridículo prescribiendo a la maestra “Usar al menos dos enaguas”.

Otra visión, más sensata, consiste en legislar de modo que se impida que las distintas perspectivas privadas se estorben entre sí. Y será la presión social, la salud, las costumbres cambiantes y un largo etcétera lo que hará que unos fumen, se maquillen o hagan lo que les dé la realísima gana. Esta última perspectiva es liberal, más razonable por tanto, es más difícil porque supone potenciar la libertad individual y restringir el ejercicio del poder cuando se está en él.

De manera que el liberalismo es una doctrina política que no se pronuncia sobre las conductas privadas, sobre la ética, salvo para arbitrar en pro de la convivencia. Mientras que la tesis intervencionista se comporta de hecho como una verdad ética que usa el poder para imponerse a los demás, para corregir la realidad y por eso sitúa la vida bajo el poder del Estado o, lo que es más cierto y temible: bajo el poder de burócratas de la política, gentes sin otro oficio que trepar y organizarles la vida a los demás produciendo normas, reglamentos, manuales y otras malas hierbas. Y es así como adopta aires totalitarios, ridículos y golpea a su principal oponente: la libertad del individuo.


2 comentarios:

  1. Muy interesante; especialmente, el último punto.

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    1. Estas ideas se ven mejor cuando se concretan en ejemplos gráficos. El que quiere ver, claro.

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