martes, 28 de enero de 2014

24.1. En la Playa




El Hada ha muerto.

Es bastante improbable que el barco de Geppetto haya resistido la tormenta. Ha hecho lo mejor que podía, pero parece haber fracasado.

¿Y Pinocho? Se había lanzado al mar en busca de su padre. Los pescadores, los expertos, daban por perdido al muñeco también. Sin embargo, «animado por la esperanza», todavía sigue bregando, esforzándose. Y así lo hace porque, si Kant está en lo cierto «todo esperar se refiere a la felicidad; alles Hoffen geht auf Glückseligkeit» (Crítica de la razón pura, A 805/B833) y por eso puede movilizar la totalidad de las fuerzas.

Pinocho se empeña, por eso, denodadamente. «Nadó toda la noche». El esfuerzo no garantiza que se alcance el objetivo, pero se habrá merecido. Seguimos con Kant cuando declara: «haz aquello mediante lo cual te haces digno de ser feliz» ya que «cada uno tiene motivos para esperar la felicidad exactamente en la medida en que se haya hecho digno de ella» (A 809/B837).

Tener motivos para esperar, sentirse merecedor del premio, no basta. Aunque quizá sea todo lo que podemos hacer y, por tanto, lo que debemos hacer. Mientras tanto el tiempo pasa, la noche se hace más oscura y pesada.

En la vida de Pinocho aparece nuevamente la noche, y ¡Qué noche!, «¡Qué horrible fue aquella noche!». Como la primera noche o como aquella otra al salir de la posada del Cangrejo Rojo o la que pasó ahorcado en la encina.

Todo parece conjurarse contra quien intenta restablecer la unión con su padre, con su origen, pero «al amanecer, logró ver… una isla en medio del mar».

Ya divisa su salvación, pero no consigue llegar con sus propias fuerzas. Controla su esfuerzo, pero no el resultado; una vez más viene a la cabeza la idea de Kant: podemos obrar de manera que seamos «dignos de ser felices», pero no podemos asegurar el resultado. Pinocho puede nadar de modo que merezca llegar a la isla, pero nada asegura que lo consiga. El triunfo llega siempre como un regalo. Y una ola lanza a Pinocho sobre la playa.

La ola lo arroja violentamente. Se da de bruces pero no lamenta el gran golpe porque, al fin, ha salido bien librado del peligro en el que estaba.

Ahora tiene que orientarse en la nueva situación. Su atención se dirige, sucesivamente, a dos puntos. Tiene que aclarar a qué tipo de lugar ha ido a parar pero no quiere perder de vista el mar, por si aún encontrase a su padre.

El mundo se ha aquietado. Tras la noche, el sol vuelve a brillar. Tras la tormenta, el mar ha recobrado su calma. Pero sigue sin divisarse el barquito de Geppetto.

En esa dirección parece que no hay nada que hacer. Piensa entonces en su situación, en el lugar en el que se encuentra, en cómo se llamará la isla y cómo serán sus habitantes, si será gente amable, es decir, «gente que no tenga el vicio de colgar a los niños de las ramas de los árboles».

Pinocho tantea. Cae en la cuenta de que él solo no puede aclarar la situación. Necesita ayuda tanto para averiguar algo sobre su padre como para saber dónde está, «pero ¿a quién puedo preguntárselo? ¿A quién si aquí no hay nadie?».

El muñeco se ha esforzado. Se ha hecho merecedor de un buen resultado. Ha obtenido el regalo de alcanzar la tranquilidad de la isla en vez de perecer ahogado. Percibe ahora que para seguir su camino no se basta a sí mismo, ve la soledad no como un logro, sinónimo de autonomía, sino más bien como una carencia.

Se da cuenta de que no puede llevar adelante su vida sin ayuda. Por otra parte, el aislamiento puede ser el precio de la autonomía. En aquella lejana primera noche quería estar solo. Ahora se da cuenta de que la vida en soledad difícilmente podrá llamarse humana. Si quiere dejar de ser un muñeco y llegar a ser un niño de verdad, necesitará a otros hombres.

Estas certezas le ahogan. Se angustia. Siente ganas de llorar.

La próxima entrada no puede dejar de abordar esta paradoja.

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