El Hada ha muerto.
Es bastante improbable que el barco de Geppetto haya
resistido la tormenta. Ha hecho lo mejor que podía, pero parece haber
fracasado.
¿Y Pinocho? Se había lanzado al mar en busca de su padre. Los
pescadores, los expertos, daban por perdido al muñeco también. Sin embargo, «animado
por la esperanza», todavía sigue bregando, esforzándose. Y así lo hace porque,
si Kant está en lo cierto «todo esperar se refiere a la felicidad; alles Hoffen geht auf Glückseligkeit» (Crítica de la razón pura, A 805/B833) y por
eso puede movilizar la totalidad de las fuerzas.
Pinocho se empeña, por eso, denodadamente. «Nadó toda la
noche». El esfuerzo no garantiza que se alcance el objetivo, pero se habrá
merecido. Seguimos con Kant cuando declara: «haz aquello mediante lo cual te
haces digno de ser feliz» ya que «cada uno tiene motivos para esperar la
felicidad exactamente en la medida en que se haya hecho digno de ella» (A
809/B837).
Tener motivos para esperar, sentirse merecedor del premio,
no basta. Aunque quizá sea todo lo que podemos hacer y, por tanto, lo que
debemos hacer. Mientras tanto el tiempo pasa, la noche se hace más oscura y
pesada.
En la vida de Pinocho aparece nuevamente la noche, y ¡Qué
noche!, «¡Qué horrible fue aquella noche!». Como la primera noche o como aquella
otra al salir de la posada del Cangrejo Rojo o la que pasó ahorcado en la
encina.
Todo parece conjurarse contra quien intenta restablecer la
unión con su padre, con su origen, pero «al amanecer, logró ver… una isla en
medio del mar».
Ya divisa su salvación, pero no consigue llegar con sus
propias fuerzas. Controla su esfuerzo, pero no el resultado; una vez más viene
a la cabeza la idea de Kant: podemos obrar de manera que seamos «dignos de ser
felices», pero no podemos asegurar el resultado. Pinocho puede nadar de modo
que merezca llegar a la isla, pero nada asegura que lo consiga. El triunfo
llega siempre como un regalo. Y una ola lanza a Pinocho sobre la playa.
La ola lo arroja violentamente. Se da de bruces pero no lamenta
el gran golpe porque, al fin, ha salido bien librado del peligro en el que
estaba.
Ahora tiene que orientarse en la nueva situación. Su
atención se dirige, sucesivamente, a dos puntos. Tiene que aclarar a qué tipo
de lugar ha ido a parar pero no quiere perder de vista el mar, por si aún
encontrase a su padre.
El mundo se ha aquietado. Tras la noche, el sol vuelve a
brillar. Tras la tormenta, el mar ha recobrado su calma. Pero sigue sin
divisarse el barquito de Geppetto.
En esa dirección parece que no hay nada que hacer. Piensa
entonces en su situación, en el lugar en el que se encuentra, en cómo se llamará
la isla y cómo serán sus habitantes, si será gente amable, es decir, «gente que
no tenga el vicio de colgar a los niños de las ramas de los árboles».
Pinocho tantea. Cae en la cuenta de que él solo no puede
aclarar la situación. Necesita ayuda tanto para averiguar algo sobre su padre
como para saber dónde está, «pero ¿a quién puedo preguntárselo? ¿A quién si
aquí no hay nadie?».
El muñeco se ha esforzado. Se ha hecho merecedor de un buen
resultado. Ha obtenido el regalo de alcanzar la tranquilidad de la isla en vez
de perecer ahogado. Percibe ahora que para seguir su camino no se basta a sí
mismo, ve la soledad no como un logro, sinónimo de autonomía, sino más bien
como una carencia.
Se da cuenta de que no puede llevar adelante su vida sin
ayuda. Por otra parte, el aislamiento puede ser el precio de la autonomía. En
aquella lejana primera noche quería estar solo. Ahora se da cuenta de que la
vida en soledad difícilmente podrá llamarse humana. Si quiere dejar de ser un
muñeco y llegar a ser un niño de verdad, necesitará a otros hombres.
Estas certezas le ahogan. Se angustia. Siente ganas de
llorar.
La próxima entrada no puede dejar de abordar esta paradoja.
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