sábado, 17 de mayo de 2014

Sherlock, versión Conan Doyle








 

 

Sherlock, versión Conan Doyle




Manuel Ballester


Sobre Sherlock Holmes hay versiones para todos los gustos. Desde el hombrecillo racional y disciplinado hasta el claramente esquizofrénico, desde el (abierta o veladamente) homosexual al mujeriego contumaz.
 Tan es así que podría pensarse que la versión de Conan Doyle es una más, una de tantas posibles. De ser así, la versión Doyle o Sherlock según Doyle sería tan respetable, aceptable o prescindible como cualquier otra.
 Me van a permitir que discrepe. El Sherlock genuino es el de Conan Doyle. Lo demás son exhibiciones de los complejos y falta de genio de quienes han engendrado los refritos (o remakes, por contribuir a la cosa bilingüe). Las versiones no suelen tener sustancia propia, sólo se aguantan porque se apoyan en la fuerza del original al que parasitan.


Este fenómeno de vampirizar algo para luego convertirlo en un espectro al que se puede vapulear no es exclusivo de la literatura. Tengo para mí que algo de esto pasa, por ejemplo, con el liberalismo. Uno ve críticas a planteamientos que el acusador denomina liberales pero que son versiones, caricaturas deformadas, que pocos liberales reconocen como propios. Que la deformación se mantiene gracias a que conserva algunos rasgos del original es elementary, my dear Watson, tan elemental como que se introduce una cierta confusión.

Versiones y adversarios malintencionados aparte, hay que conceder que las propios liberales contribuyen un poco a esa confusión. Se cobijan bajo el mismo paraguas, en efecto, gentes de lo más variopinto. Tenemos desde los liberales americanos (que respiran más bien por el pulmón izquierdo) a los anarcocapitalistas, desde libertarios a algún que otro compatibilista entre cristianismo y liberalismo (de fina estampa, eso sí).

Si se quiere comprender algo hay que dejarlo expresarse en términos en que los interesados puedan reconocerse a sí mismos. Una exposición así del liberalismo requiere precisión y rigor intelectual, finezza para trazar con claridad las líneas maestras. Eso es lo que intentan Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón en La cultura política liberal, libro editado por Tecnos recientemente. El intento es meritorio y, a mi juicio, tiene éxito, que es otro modo de decir que el libro vale la pena.

El liberalismo no es un conjunto de soluciones, no es una doctrina cerrada. Hay unos principios, unos pilares fundamentales, que permiten reconocer la cultura liberal. Pero sobre los mismos pilares se pueden construir edificios muy diversos. Por eso es pertinente la historia del liberalismo, que constituye la primera parte de la obra, para ver cómo se han ido concretando esos principios en diálogo con las circunstancias sociales y culturales del momento histórico en que los liberales han vivido.

En la parte histórica (que incluye un epígrafe sobre las peculiaridades del liberalismo en España) puede verse, por ejemplo, el punto de inflexión que lleva al liberalismo americano a acercarse a la socialdemocracia. Puede leerse también el peso de Tocqueville quien, «aún siendo consciente de sus peligros y tensiones, reconoció que sólo la democracia puede preservar la libertad, y lo logra a través de tres medios. El primero consiste en una profundización en la división de poderes. El segundo instrumento es el fortalecimiento de las instituciones y asociaciones a nivel local. En tercer lugar, comprendió el relevante papel de la libertad de prensa en la vida democrática».

Al postular que uno de los principios del liberalismo es la afirmación del individuo, su propiedad y su libertad, se indica que «una política liberal no puede estar orientada por fines que conviertan en medios las vidas individuales» y se abre, simultáneamente, una dificultad respecto a la constitución de la vida social y política. Así se entiende que el liberalismo anti-estatalista considere que el Estado es ilegítimo en cuanto que «supone de suyo una violación de la propiedad privada».
Los autores realizan una exposición rigurosa, pero no se limitan a eso sino que van construyendo su propia posición (a la que denominan "el tercer liberalismo") al hilo del debate histórico y la toma de conciencia de los problemas. Así, afirman que «si bien el Estado acarrea problemas y peligros, el objetivo no puede ser prescindir de él sino debatir qué tipo de Estado queremos» ya que la libertad, tal como la conciben, «se ejerce, se da o existe como tal, con el Estado y frente a él», de ahí que estemos ante un planteamiento que «hace de la prevención frente a cualquier acumulación de poder, incluido el poder legítimo, el objetivo principal».

Junto a un repaso de los adversarios del liberalismo de diverso pelaje, el libro termina con un esbozo de los rasgos reconocibles en el liberal, un «individuo irónico, ni dogmático ni cínico». Qué ha de entenderse por ironía en ese retrato-robot del liberal es algo que podrán averiguar los lectores del libro.
Es habitual que los de derechas descalifiquen a los ultraliberales considerándolos peligrosos izquierdistas; los de izquierdas pretenden zaherir a los neoliberales, esos conservadores de derechas. Ninguna de las citadas posiciones habla de liberalismo a secas, desde su posición es muy difícil entender qué es el liberalismo ya que, si hemos de creer a Ortega, «ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral».

Algo de Scherlock hay en las versiones, aunque mezclado con los prejuicios y complejos de los remaketors; pero si les interesa la fuerza del original, yo les recomendaría a Sir Artur Conan Doyle. Algo de la verdad del liberalismo hay en las versiones al uso, pero si les interesa una versión lúcida, recomiendo un excelente manual introductorio: La cultura política liberal.

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