Natalia Sanmartín, El
despertar de la señorita Prim
Manuel Ballester
El mundo que vivimos es cada día más global, más conectado.
Pero también más aldeano como apunta atinadamente McLuhan. Y, por eso mismo,
nuestra mentalidad es crecientemente homogénea. No en vano la masificación, la
despersonalización, es un fenómeno moderno.
Este estado de cosas dificulta comprendernos y comprender nuestro lugar en el mundo. Entender el puesto del hombre, su situación y sentido en la vida, son tareas propiamente humanas, cimas nunca conquistadas definitivamente, metas que se alejan a cada paso, como el horizonte hacia el que tendemos.
Montesquieu o Cadalso intentaron algo así con el género
epistolar. Y en sus Cartas usan la estrategia de un extranjero que visita nuestra
cultura. Pero, ¿dónde hallaríamos hoy un habitante extraño a la aldea global?
Natalia Sanmartín atina en la necesaria toma de distancia
para ver y valorar en su conjunto la cultura en la que vivimos. Si Calderón nos
enseña que la vida es sueño, Sanmartín anima a su personaje a “despertar”. Y lo
hace sin ironía ni rudeza, porque «La señorita Prim creía firmemente que la
delicadeza era la fuerza que movía el universo» (p. 25). El tono dominante de
la obra es el de una amable inteligencia, una atención sugerente a las
personas, situaciones e ideas.
Y silencio. No un silencio donde no ocurre nada ni se dice
nada sino sosiego. Así lo va comprendiendo a la vez el lector y la señorita
Prim. Cuando encuentra en San Ireneo de Artois «una floreciente colonia de exiliados
del mundo moderno en busca de una vida sencilla y rural» (p. 15) y se plantea
qué le impulso a abandonar su antiguo trabajo y optar por una actividad menos
brillante, no está segura pero cree que lo hizo «para huir del ruido […] Me refiero al ruido de
la mente, al fragor» (p. 93).
Ahí descubre que es posible organizar el tiempo de trabajo
de modo que los horarios hagan posible disfrutar de ocio, de sosiego,
reflexión, trato con los amigos y la familia y «poder dedicar horas al estudio y la lectura»
(p. 79). Ese es, además, el contexto en el que la mente da más de sí y el
hombre puede “despertar” porque «la inteligencia, ese maravilloso don, crece en el silencio y no en el
ruido […] la mente humana, verdaderamente humana, se nutre de tiempo, de
trabajo y disciplina»
(p. 80).
En ese ambiente, se abordan amable e inteligentemente
grandes y graves asuntos. La educación de los niños, por ejemplo. Dejar a los
hijos en manos del sistema educativo ha de suponer, de hecho, una confianza
enorme en las capacidades educativas del mundo moderno. ¿Tiene sentido tal
confianza? ¿Nos fiamos tanto de este mundo o, por el contrario, ansiamos
“despertar”?
El feminismo, el matrimonio, la religión, el amor y el deseo,
y el querer y dejarse querer… Grandes temas humanos, en fin, son también
valorados en el clima indicado.
Así, por ejemplo, cuando la señorita Prim “refuta” vehemente
alguna de las ideas mantenidas en esa colonia de exiliados, como
contraargumentación recibe simplemente una sonrisa, aunque ella esperaba una
reacción airada. El asunto es cómo reaccionar ante una sonrisa. No es nada
fácil. Quizá nuestro mundo no nos haya preparado para cosas tan auténticamente
humanas como la sonrisa en el rostro del otro.
Publicado en Letras de Parnaso, nº 64, sept
2020, p. 43.
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