La odisea de llegar a casa
Manuel Ballester
¿A quién no le seduce la idea de vivir en una isla
paradisiaca gozando de todos los placeres, con una compañía hermosa y amante? Y
para siempre.
Cuenta Homero (siglo VIII aC) que hubo un hombre que rechazó
esa vida. Que dijo que no a Calipso. Ella había acogido, alimentado y
compartido su lecho con Odiseo. Y quiso compartir también su vida. Ofreció lo
que tenía: una juventud eterna, una vida inmortal, una dicha sin fin. ¿Cómo
resistirse?
Odiseo, al que los latinos denominaron Ulises, dijo que no. Rehusó.
Y Homero, el poeta ciego, nos narra la historia en la
célebre Odisea.
Odiseo no es ningún necio. Por el contrario, es astuto, rico
en tretas (se le atribuye, por ejemplo, la idea del caballo de Troya). Protegido
de Atenea (a la que los latinos llamaron Minerva), diosa de la sabiduría.
Odiseo es, como decimos, perspicaz. ¿Cómo pudo rechazar una
oferta tan atractiva? Se trata de una proposición que cualquiera aceptaría sin
pensárselo dos veces. Pero eso es lo que hace Odiseo: pensar antes de decidir.
Una juventud eterna, una vida inmortal, dichosa, disfrutando
de las playas del paraíso y del lecho de una diosa. Eso es maravilloso. Pero no
es humano. Esa es la vida de un dios, no la de un hombre. Aceptar la oferta de
Calipso supondría dejar de ser hombre. Odiseo piensa y asume su humanidad, su
mortalidad, su condición vulnerable, su necesidad de bregar para ganar el pan y
situarse en la vida. Y sigue su camino.
En su viaje, Odiseo se convierte en prototipo de todos los
que quieren tener éxito como hombres. La palabra odisea significa hoy la vida,
la vida humana o, lo que es lo mismo, odisea es un viaje largo lleno de
aventuras (adversas y agradables) mediante las cuales el viajero va forjando su
carácter, va conquistado su lugar.
La obra narra el viaje hacia el hogar. Odiseo, rey de Itaca,
ha participado en la guerra de Troya y emprende el regreso. Siente la nostalgia
del lugar al que pertenece: su mujer, su hijo Telémaco, sus padres, su tierra;
su hogar, por decirlo en una sola palabra.
Ocurre que las necesidades de la vida (la intervención en la
guerra, en su caso) han alejado a Odiseo de su casa. Pero sólo será él mismo,
sólo será dichoso, cuando llegue a su hogar. Por eso vuelve. Pero la vuelta no
es tarea sencilla.
Se encuentra con tentaciones como Calipso, como las sirenas.
El viaje de la vida es muy largo, aparece el riesgo de olvidar el destino (así
ocurre en el país de los lotófagos), o perderse, o enemigos. El cíclope
Polifemo al que el astuto Odiseo venció y engaño diciéndole que su nombre era Outis, Nadie (Ningún hombre). De modo
que cuando Polifemo pide socorro a otros cíclopes éstos le oyen decir que Outis le ha herido, que Nadie le ha
herido. Y le dejan solo. La treta ha surtido efecto. Odiseo se siente orgulloso
de su astucia pero le puede la vanidad y, cuando se considera a salvo, le lanza
a Polifemo su verdadero nombre: para que lo sepas, ha sido Odiseo quien te ha
engañado y te ha vencido. Y Odiseo pagará cara su soberbia, que la vanidad no
es buena.
Volver a casa es la meta. Y Odiseo se da cuenta de que eso
que es el anhelo más profundo del hombre, el destino real de los esfuerzos de
una vida, no puede conseguirlo sin ayuda. Y busca apoyo incluso descendiendo al
Hades, el lugar de los muertos. No se trata de una desviación ni un
entretenimiento sin importancia. Los muertos son la tradición. La tradición nos
transmite lo mejor que consiguieron nuestros padres y los padres de nuestros
padres. En el Hades encuentra a grandes hombres, a amigos, a enemigos; y a su
madre. De todos obtiene orientación sobre cómo gobernar la propia vida.
Los muertos, o la tradición (si es que, al final, no son lo
mismo) le advierten que ha de pasar entre Escila y Caribdis. Escila y Caribdis
son dos monstruos situados de modo que el barco que intente evitar al uno caerá
en las fauces del otro. Los muertos, la tradición o la vida (si es que, al
final, no son lo mismo) informan a Odiseo que hay situaciones terribles en la
vida: quien lo probó lo sabe. Y Odiseo, prototipo de la existencia exitosa,
idea el modo de encarar los infortunios.
Al volver a su casa, es reconocido en primer término por una
humilde sirvienta. La esclava
Euriclea había sido su nodriza, sabe de su infancia, sabe de una
antigua cicatriz. Y eso le permite reconocerlo.
Odiseo ha peleado, ha perdido amigos, ha envejecido. Ha vivido,
en una palabra, una vida humana. ¿Habrá valido la pena renunciar a la eterna
juventud y la inmortalidad junto a Calipso? Ahora podrá envejecer junto a su
esposa y ambos morirán, porque así es la vida humana.
Podría pensarse que, al fin y al cabo, una es la vida de los
dioses inmortales y otra la de los hombres. Y que no es razonable desear ser lo
que no se es. Y es cierto. Pero hay más.
Porque ser hombre es, también, sentir la necesidad de
sentirse amado incondicionalmente. Calipso desea a Odiseo porque es un glorioso
guerrero. Penélope lo ama porque es Odiseo. Odiseo, y con él todos los hombres,
anhela ser amado incondicionalmente. El más profundo deseo de Odiseo (y de
todos, si al final somos lo mismo) es llegar a casa, descansar en el hogar
donde se conocen nuestras debilidades y derrotas, donde se nos reconoce por
nuestras antiguas heridas convertidas en cicatrices, donde se nos llama por
nuestro nombre propio y se nos quiere por ser quienes somos.
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