Entusiasmo por la realidad. 10
Muerte, ingeniería y entusiasmo
Manuel Ballester
Hay circunstancias ante las que el entusiasmo parece fruto
de la ceguera, falta de comprensión de la realidad, pura demencia. Se trata de
situaciones realmente penosas. Sólo un necio o un malvado se alegraría ante ellas.
Alegría y entusiasmo, en esos casos, ¿no mostrarían una mente incapaz de
entender que se está ante algo objetivamente triste?
Quizá una de las realidades más sombrías a las que tenemos que hacer frente sea la muerte. Es real. Lo sabemos. ¿Quién sería tan loco como para alegrarse de la muerte o, simplemente, frivolizar?
Está bien tener aprecio a nuestra vida, pero conviene
dimensionar adecuadamente. Dulce et
decorum est pro patria mori, canta Horacio. Porque si bien es verdad que la
muerte nos priva de la vida, también es verdad que hay realidades más grandes,
más nobles. Y quedarse pasmado y con el ánimo encogido impide ver la realidad
en toda su amplitud.
La verdad, la realidad, cuesta pero está ahí: somos parte de
algo que nos supera, que es más grande que nosotros. A esa realidad que nos cobija
y en la cual nos movemos, existimos y somos, cada cual le da el nombre que le
resulta más cómodo y familiar. Y así es como donde unos se sienten eslabones del
mundo o elementos del círculo de la vida (o la Vida), otros sienten que juegan
un papel en el plan de Dios.
Sea como fuere, nos resulta innato el horror a que acabe
nuestra naturaleza individual. Es antinatural y, por eso, tememos perder la
vida, sentimos miedo ante la muerte. Sentimos temor ante lo que sabemos que es
real y que inexorablemente llegará.
De los griegos nos llega la idea de que quien sucumbe a ese
temor vive como un esclavo. Está vivo pero su existencia no realiza la plenitud
a la que está llamado. Sólo quien mira de frente al límite de la existencia es
capaz de valorarla adecuadamente y no degradarla viviéndola indignamente.
Vivimos tiempos duros. Se cierne sobre nosotros un proyecto
de ingeniería social sin precedentes en la historia de la humanidad. Son momentos
en los que la presión mediática es sumisa a los intereses globalistas
encarnados en la Agenda 2030. Leemos en Orwell que hay movimientos que se
caracterizan por “fomentar el odio mediante la mentira”.
Mientras escribo esto veo que la prensa de mi ciudad es
unánime como sólo puede serlo el pensamiento único: Impulso a la vacunación
obligatoria, insulto a los “negacionistas” y, al mismo tiempo, ayer murieron 7
personas por Covid, 5 de las cuales estaban “vacunadas”.
Porque el contexto en el que vivimos es la Covid. Y en ese
contexto llama la atención que cuando se miran serenamente los datos (los
datos: no las opiniones ni los intereses) no acaban de coincidir con lo que
todo el mundo entiende que es ineludible y urgente.
Algunos datos (obtenidos de la página web del Ministerio de
Sanidad del gobierno de España): la tasa de letalidad del Covid en España es el
1’5%. Los mejores datos (por orden) corresponde a Singapur (0’3%), Países Bajos
(0’7%), Suiza, Turquía y Corea del Sur (0’9%). Los peores datos se encuentran
en Perú (8’9%) y México (7’6%).
Estos datos, ¿son alarmantes? ¿son más graves que las
epidemias de gripe de otros años, que colapsaban los hospitales? En una
sociedad libre, cualquier periodista encontraría materia para un buen artículo.
Veamos otro dato, el que se refiere a los fallecidos. Nuevamente, mi fuente son los datos que el gobierno de España ofrece en la web del Ministerio de Sanidad. Sugiero observar que, si lo entiendo bien, en el informe del 22 de diciembre de 2021 se dice que desde el 14 de octubre de 2021 se han producido dos muertos menores de 20 años. Triste, ciertamente. Han fallecido dos personas jóvenes. Pero, ¿es mínimamente racional concluir a partir de ahí que hay que obligar a vacunar a todos los niños? ¿Y hacerlo mediante presión mediática y psicológica e incluso con insultos a quienes se resisten? ¿No recuerda a los “minutos de odio” de los que habla Orwell? Porque también podríamos investigar datos sobre efectos adversos de esa medicación que se está inyectando. En una sociedad libre, cualquier periodista encontraría materia para un buen artículo, uno más.
Tenemos, en suma, una situación tensa. Una censura manifiesta en la prensa y redes sociales (convertidos en sumisos medios de manipulación), una creciente crispación. Esto no encaja con una preocupación por la salud de la población. No encaja con los procedimientos de una sociedad abierta. Sí encaja con los procedimientos a los que alude Orwell, Arent y tantos otros que han visto en la tentación totalitaria el peligro mayor de nuestro tiempo.
Un mínimo de prudencia, de sentido crítico o enfoque
científico del asunto llevaría, al menos, a rebajar el tono. Para eso habría
que buscar serenamente la verdad. Da la impresión de que se busca la crispación
entre negacionistas y tragacionistas (que por palabras no va a quedar) o, en
términos de Orwell, se persigue “fomentar el odio”.
Mal asunto que se fomente la crispación, que los medios de
comunicación y redes sociales censuren abiertamente las opiniones y
argumentaciones que cuestionan el relato dominante. Mal asunto ya que, por otra
parte, esto es lo que define un movimiento totalitario. Sólo en las sociedades
totalitarias hay un pensamiento único, un solo relato; en las sociedades
abiertas, los medios de comunicación fomentan la pluralidad, la investigación, el
contraste.
Vivimos tiempos duros, de una ingeniería social a nivel
mundial que fomenta el enfrentamiento. Y al final los griegos vuelven a tener
razón: temer ansiosamente la muerte nos hace sumisos, irritables, esclavos.
Moriremos todos. El que esto escribe y quienes lo leen.
También quienes no lo leen. Todos. Somos mortales, no dioses. Pero no es verdad
que la muerte iguale. Sócrates muere ante la injusta acusación de Meleto y
otros. También murió Meleto. Pero la grandeza de Sócrates llena de orgullo a
los hombres grandes: quisiéramos vivir la vida de Sócrates, no la de Meleto.
Sócrates es grande porque sabe que morirá, que eso es una
verdad incuestionable, que no puede cambiar. No puede elegir la inmortalidad,
pero puede elegir el modo de vida. Y elige la grandeza, la honorabilidad, el
vivir de modo que haya valido la pena. Sócrates sabe que forma parte de algo
más grande que él.
Cada uno expresa las cosas del modo en que le resulta más
cómodo y familiar. Que moriremos y que formamos parte de algo en lo que
vivimos, nos movemos y existimos, hay quien lo expresa diciendo que la muerte
es necesaria para renovar el mundo o la vida (o la Vida) o el plan de Dios. O,
también, que si el grano de trigo no muere, no es fecundo; el grano sólo es
fecundo cuando muere. Nuestra vida y nuestra muerte son asombrosas y fecundas sólo
cuando nos sabemos integrados en el mundo, la vida (o la Vida) o el plan de
Dios (si es que, al final, no son lo mismo).
La totalitaria ingeniería social que nos presiona quiere
enterrarnos. Y, más grave aún, quiere que ignoremos nuestra más íntima verdad,
nuestra más profunda realidad: somos semilla.
A la misma realidad hay quien le da nombres distintos, nombres que nos resultan cercanos y familiares. Hay quien a la muerte le da el admirable nombre de dies natalis. Y bien pudiera ser ese su nombre más adecuado e íntimo. Porque tendríamos ahí otro motivo de admiración y gozo ante la verdad, de entusiasmo ante la realidad.
Publicado en Letras de Parnaso, nº 72, febrero 22, ISSN 2387-1601, pp. 16-17.
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