Azorín, modernidad y
voluntad
Manuel Ballester
El año
1902 conoció la publicación de cuatro novelas destacables: Sonata de otoño (Valle-Inclán), Amor
y pedagogía (Unamuno), Camino de
perfección (Pío Baroja) y La voluntad
(Azorín). Buena parte de las dos últimas transcurren en Yecla.
En el
presente texto nos centraremos en La
voluntad. El autor firma como José Martínez Ruíz. El personaje central es
Antonio Azorín, todo un símbolo; de su época, de su generación, del modo de ver
el mundo de su autor; de ahí que más adelante Azorín sea adoptado como
seudónimo. Incluye la novela una serie de cartas de gran interés dirigidas a
Pío Baroja.
En La voluntad late el espíritu de la generación del 98, la sombría concreción española del pensamiento típico de la modernidad. Sus personajes respiran el aliento de Schopenhauer o Nietzsche, que es tanto como decir que por sus páginas late una comprensión de la vida humana construida desde la singularidad. Porque si la razón nos hace vivir un mundo común (lo que el pensamiento entiende lo entiende para todo ser pensante), respecto a la impulsividad y la afectividad (a la voluntad, en suma) ocurre que cada uno tiene la suya.
El
rechazo del pensamiento o la quiebra de la razón ilustrada, que por nombres no
va a quedar, es un rasgo típico de la modernidad. Yuste, el maestro de Azorín,
al final de sus días lo expresa así: «¡La inteligencia es el mal!… Comprender
es entristecerse…» (I, XXV, 155). Yuste muere y transmite a Azorín los restos
de una modernidad agonizante: la razón (el camino común de la humanidad) no es
camino. Hay que avanzar por los caminos de la vida, del vitalismo, del
individualismo, del hombre individual, «de carne y hueso» (como lo piensa
Unamuno, influido por Kierkegaard).
La
comprensión entristece, sea. Pero ¿qué decir del camino de la voluntad?
Azorín
ama a Justina: «Con toda su impasibilidad, con toda su indiferencia, Azorín
siente por Justina una pasión que podríamos llamar frenética» (I, XI, 74), una
atracción fuerte, viva, sentida, un golpe de viva pasión; pero ¿es eso amar?, ¿es
esa la vía de la voluntad?, ¿es ese el camino de la alegría?, «¿Quiere
realmente Azorín a Justina? Se puede asegurar que sí; pero es algo a manera de
amor intelectual, de un afecto vago y misterioso, de un ansia que llega a temporadas
y a temporadas se marcha», (I, XI, 76).
Respecto
al enamoramiento de Justina, Azorín no acaba de tenerlo claro. Le gusta, siente
viva atracción y, al mismo tiempo, es algo sosegado. Azorín se siente
desorientado, en suma.
Si se
entiende la voluntad y la libertad como capacidad de elegir cualquier cosa,
entonces lo normal es precisamente la desorientación: no hay, no habría,
ninguna opción objetivamente mejor que otra. Y es así como el “todo vale” se
convierte simplemente en “nada vale”.
No lo
plantea así Nietzsche. Libertad no consiste en evitar ciertos caminos, sino en
afirmar vigorosamente el nuestro: «¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero oír tu
pensamiento dominante, no que has escapado de un yugo». El ejercicio de la
voluntad, la libertad, sostiene Nietzsche, consiste en dotar de una dirección a
la propia vida, en orientarse. No es huir. No es permanecer permanentemente
abierto a lo que llegue, sin dirección, desorientado.
Si bien
el influjo de Nietzsche es grande, quizá lo es más el pesimismo de Schopenhauer.
Por eso, cuando Justina hace exactamente aquello que Nietzsche considera el
máximo grado de libertad, Azorín lo entiende en sentido diametralmente opuesto:
«Justina es ya novicia: su Voluntad ha muerto», (I, XXI, 137). Y, cuestión de
coherencia, muerta la voluntad de Justina, ¿a quién extrañará que muera también
la dueña de esa voluntad?
Muerto
el maestro, muerta Justina, no queda sino dejarse ir por la vida. Hasta que
otra fuerza altere el curso de la existencia. Amiga de Justina, conocida de Azorín,
Iluminada lo visita de tanto en tanto. La muchacha es alegría y vitalidad, «enhiesta,
fuerte, imperativa, sana. Y sus risas resuenan en la casa, va viene, arregla un
mueble, charla con una criada, impone a todos jovialmente su voluntad
incontrastable. Azorín se complace viéndola», (I, XXVII, 160).
Pero Azorín tiene que partir, dejar Yecla («esta
vetusta ciudad sombría», I, XV, 102, porque la ve con ojos sombríos) y visitar
Madrid («pueblo de tenderos y burócratas», II, II, 178). Conocerá la religión y
el catolicismo español, conocerá a gente ilustre de la política y de la
república de las letras, para llegar, agotado, al fondo de su melancolía: «Azorín
piensa un momento en la dolorosa, inútil y estúpida evolución de los mundos
hacia la Nada», (II, II, 182).
¿Dónde ir, cuando se ha llegado a ese punto en la vida? Iluminada, con el paso del tiempo, no es ya la muchacha vivaracha y alegre del principio aunque mantiene, hasta el final, su voluntad firme. Iluminada es orientación y luz para quienes andan perdidos en la noche de estos tiempos por los que atraviesa Azorín, que son también los nuestros.
Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), octubre 2024, nº 88, pp. 120-121
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