jueves, 31 de octubre de 2024

Azorín, modernidad y voluntad

 




Azorín, modernidad y voluntad

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

El año 1902 conoció la publicación de cuatro novelas destacables: Sonata de otoño (Valle-Inclán), Amor y pedagogía (Unamuno), Camino de perfección (Pío Baroja) y La voluntad (Azorín). Buena parte de las dos últimas transcurren en Yecla.

En el presente texto nos centraremos en La voluntad. El autor firma como José Martínez Ruíz. El personaje central es Antonio Azorín, todo un símbolo; de su época, de su generación, del modo de ver el mundo de su autor; de ahí que más adelante Azorín sea adoptado como seudónimo. Incluye la novela una serie de cartas de gran interés dirigidas a Pío Baroja.

En La voluntad late el espíritu de la generación del 98, la sombría concreción española del pensamiento típico de la modernidad. Sus personajes respiran el aliento de Schopenhauer o Nietzsche, que es tanto como decir que por sus páginas late una comprensión de la vida humana construida desde la singularidad. Porque si la razón nos hace vivir un mundo común (lo que el pensamiento entiende lo entiende para todo ser pensante), respecto a la impulsividad y la afectividad (a la voluntad, en suma) ocurre que cada uno tiene la suya.

El rechazo del pensamiento o la quiebra de la razón ilustrada, que por nombres no va a quedar, es un rasgo típico de la modernidad. Yuste, el maestro de Azorín, al final de sus días lo expresa así: «¡La inteligencia es el mal!… Comprender es entristecerse…» (I, XXV, 155). Yuste muere y transmite a Azorín los restos de una modernidad agonizante: la razón (el camino común de la humanidad) no es camino. Hay que avanzar por los caminos de la vida, del vitalismo, del individualismo, del hombre individual, «de carne y hueso» (como lo piensa Unamuno, influido por Kierkegaard).

La comprensión entristece, sea. Pero ¿qué decir del camino de la voluntad?

Azorín ama a Justina: «Con toda su impasibilidad, con toda su indiferencia, Azorín siente por Justina una pasión que podríamos llamar frenética» (I, XI, 74), una atracción fuerte, viva, sentida, un golpe de viva pasión; pero ¿es eso amar?, ¿es esa la vía de la voluntad?, ¿es ese el camino de la alegría?, «¿Quiere realmente Azorín a Justina? Se puede asegurar que sí; pero es algo a manera de amor intelectual, de un afecto vago y misterioso, de un ansia que llega a temporadas y a temporadas se marcha», (I, XI, 76).

Respecto al enamoramiento de Justina, Azorín no acaba de tenerlo claro. Le gusta, siente viva atracción y, al mismo tiempo, es algo sosegado. Azorín se siente desorientado, en suma.

Si se entiende la voluntad y la libertad como capacidad de elegir cualquier cosa, entonces lo normal es precisamente la desorientación: no hay, no habría, ninguna opción objetivamente mejor que otra. Y es así como el “todo vale” se convierte simplemente en “nada vale”.

No lo plantea así Nietzsche. Libertad no consiste en evitar ciertos caminos, sino en afirmar vigorosamente el nuestro: «¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero oír tu pensamiento dominante, no que has escapado de un yugo». El ejercicio de la voluntad, la libertad, sostiene Nietzsche, consiste en dotar de una dirección a la propia vida, en orientarse. No es huir. No es permanecer permanentemente abierto a lo que llegue, sin dirección, desorientado.

Si bien el influjo de Nietzsche es grande, quizá lo es más el pesimismo de Schopenhauer. Por eso, cuando Justina hace exactamente aquello que Nietzsche considera el máximo grado de libertad, Azorín lo entiende en sentido diametralmente opuesto: «Justina es ya novicia: su Voluntad ha muerto», (I, XXI, 137). Y, cuestión de coherencia, muerta la voluntad de Justina, ¿a quién extrañará que muera también la dueña de esa voluntad?

Muerto el maestro, muerta Justina, no queda sino dejarse ir por la vida. Hasta que otra fuerza altere el curso de la existencia. Amiga de Justina, conocida de Azorín, Iluminada lo visita de tanto en tanto. La muchacha es alegría y vitalidad, «enhiesta, fuerte, imperativa, sana. Y sus risas resuenan en la casa, va viene, arregla un mueble, charla con una criada, impone a todos jovialmente su voluntad incontrastable. Azorín se complace viéndola», (I, XXVII, 160).

 Pero Azorín tiene que partir, dejar Yecla («esta vetusta ciudad sombría», I, XV, 102, porque la ve con ojos sombríos) y visitar Madrid («pueblo de tenderos y burócratas», II, II, 178). Conocerá la religión y el catolicismo español, conocerá a gente ilustre de la política y de la república de las letras, para llegar, agotado, al fondo de su melancolía: «Azorín piensa un momento en la dolorosa, inútil y estúpida evolución de los mundos hacia la Nada», (II, II, 182).

¿Dónde ir, cuando se ha llegado a ese punto en la vida? Iluminada, con el paso del tiempo, no es ya la muchacha vivaracha y alegre del principio aunque mantiene, hasta el final, su voluntad firme. Iluminada es orientación y luz para quienes andan perdidos en la noche de estos tiempos por los que atraviesa Azorín, que son también los nuestros.


Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), octubre 2024, nº 88, pp. 120-121


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