Aquiles, Héctor y Príamo: lágrimas al final de la batalla
La ciudad sagrada: Ilión y el inicio de la guerra
En la región de Asia
Menor, cerca del estrecho de los Dardanelos, se alza la ciudad fundada por el
legendario rey Ílo. Por eso, Homero la llama en su poema la “sagrada Ilión”.
También se conoce como Troya, en honor a Tros, otro rey mítico de su linaje.
Aquiles, gloria y condena
Agamenón, líder de
Micenas, reunió una coalición de reyes para destruir Troya. Entre ellos estaban
Odiseo, el astuto rey de Ítaca, y Aquiles, el guerrero invencible que sabía
que, si entraba en combate, alcanzaría la gloria, pero encontraría la muerte.
La Ilíada narra
este enfrentamiento épico, donde hombres, héroes y dioses combaten en ambos
bandos. La guerra, marcada por la gloria y la tragedia, se prolongó durante
diez años.
Vamos a detenernos en
algunos momentos clave y en ciertos personajes que nos revelan lo humano en los
griegos, en los troyanos y, en última instancia, en nosotros mismos. Porque
leemos para eso: para comprender y vivir.
La furia y la pérdida
Un desencuentro entre
Agamenón y Aquiles desata la ira de este último, quien abandona el combate y
jura no volver a pelear. Sin él, los troyanos, liderados por Héctor, comienzan
a imponerse en la batalla. En un intento desesperado por cambiar el rumbo de la
guerra, Patroclo, el amigo más cercano de Aquiles, se viste con su armadura y
entra en combate, haciendo creer a los troyanos que el gran guerrero ha
regresado.
Pero Héctor, lejos de
retroceder, se enfrenta al supuesto Aquiles y lo vence. La muerte de Patroclo
enciende la furia de Aquiles, quien regresa al campo de batalla en busca de
venganza. Finalmente, el destino de Héctor queda sellado: Aquiles lo enfrenta,
lo derrota y lo mata.
Héctor: honor, liderazgo y tragedia
Héctor estaba
destinado a suceder a Príamo como rey de Troya. Respetado por su pueblo,
valiente en el combate y líder tanto en la guerra como en la paz, su muerte
resquebraja la moral troyana. Más aún cuando la ira de Aquiles lo lleva a un
acto de brutalidad sin precedentes.
Espada y cinturón: símbolos de respeto
Tiempo atrás, Héctor
había desafiado a los griegos a un duelo, y Ayax (el más fuerte después de
Aquiles) aceptó. Lucharon ferozmente con piedras, lanzas y espadas, pero al
caer la noche, ninguno logró imponerse sobre el otro. Al final, ambos guerreros
se reconocieron mutuamente, se respetaron e intercambiaron regalos: Héctor
entregó su espada y Ayax le obsequió su cinturón. Espada y cinturón, símbolos
de honor, del reconocimiento del valor en el enemigo.
Humillación tras la muerte
Pero cuando Héctor cae
a manos de Aquiles, ese mismo cinturón se convierte en instrumento de
degradación. Aquiles perfora los tobillos de su enemigo, ata su cadáver al
carro con el cinturón de Ayax y lo arrastra sin piedad alrededor de las
murallas de Troya, ante la mirada impotente de su familia y su pueblo. No sólo
busca humillar a Héctor, sino negarle el último reconocimiento como ser humano:
un entierro digno.
Enterrar a los muertos
es un acto exclusivamente humano. Sólo los humanos entierran y todos los humanos entierran a sus muertos.
Pero aquí, en la cumbre de su furia, Aquiles rompe esa regla sagrada. Y el
cinturón de Ayax, antes símbolo de respeto y honor, se convierte en instrumento
de humillación y deshumanización.
Príamo y el poder de la compasión
Príamo, no sólo rey de
una Troya asediada desde hace años, sino sobre todo padre toma una decisión que
lo define: acude de noche, solo, desarmado, al campamento griego. Al lugar
donde el bravucón es más fuerte y está rodeado de sus guerreros, acudirá un
anciano sin más armas que su dolor.
Entra en la tienda de
Aquiles y, en un gesto que congela el tiempo, se arrodilla ante el asesino de
su hijo. Toma sus manos, esas mismas que destrozaron a Héctor, y las besa. El
gesto es sobrecogedor: un padre que humilla su orgullo ante el enemigo para
recuperar el cuerpo de su hijo.
Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses:
es como yo, ya al borde de la vejez.
Quizá lo acosan los vecinos, y no hay quien lo defienda,
pero él al menos sabe que tú estás vivo,
y día tras día se alegra con la esperanza de verte regresar.
En cambio, yo estoy totalmente desdichado,
pues engendré a los mejores hijos de Troya,
y ninguno me queda.
Aquél que era mi orgullo y la defensa de nuestra ciudad,
Héctor, tú lo mataste mientras luchaba por su patria.
Por él he venido ahora a las naves de los aqueos,
a suplicar por su cuerpo,
trayendo contigo rescate sin medida.
Respeta a los dioses, Aquiles,
y ten piedad de mí, acordándote de tu padre.
Yo soy más digno aún de compasión:
he osado lo que ningún hombre ha osado,
besar la mano del asesino de mi hijo.
Ilíada, Canto XXIV, vv. 486-506
Cuando lloraron juntos
Con esas palabras,
Príamo traspasa la coraza de Aquiles más que cualquier lanza. Le recuerda que,
aunque se crea invencible, su propio destino es morir lejos de casa, sin padre
que lo llore ni madre que entierre su cuerpo. La furia de Aquiles se quiebra:
Así habló; y despertó en Aquiles el deseo de llorar.
Tomando al anciano de la mano,
lo apartó dulcemente y ambos lloraron:
Príamo, por su hijo Héctor,
tendido ante los pies de Aquiles, asesinado y despojado;
Aquiles, por su padre y, a veces, también por Patroclo.
Y sus lamentos llenaron la tienda
Ilíada, Canto XXIV, vv. 507-512
Aquiles ordena
preparar el cuerpo de Héctor y lo devuelve a Príamo. Esa noche, el guerrero y
el anciano, el asesino y el padre, comparten la misma mesa.
La Ilíada no es sólo guerra
Aquí Homero supera su
tiempo. El poeta que canta la guerra nos lleva, sin embargo, hasta el punto en
que la guerra se suspende por un instante. Cuando Príamo y Aquiles lloran
juntos, no son griego y troyano, no son enemigo y enemigo. Son padre e hijo.
Son hombres. Como nosotros, que lo leemos, que lo vivimos.
Es en este momento
cuando comprendemos que la Ilíada no es sólo un canto de batalla, sino
un testimonio de la vulnerabilidad humana. Aquiles, el invulnerable, es
finalmente alcanzado, no por una espada, sino por el sufrimiento ajeno. Príamo,
el anciano quebrado por la pérdida, no busca venganza, sino la última dignidad
posible: dar sepultura a su hijo.
En ese encuentro entre Aquiles y Príamo, el poema alcanza su
punto más alto: el reconocimiento del otro no como enemigo, sino como igual. El
talón de Aquiles, lo que le hace vulnerable, es también lo que lo hace humano.
Como a todos nosotros. Porque leemos para comprender, y comprendemos para
vivir. Y así es como Príamo salva a Aquiles… y nos salva a nosotros también.
Hacia nuevas historias: Odisea y Eneida
La guerra sigue. Los
griegos vencerán, pero Aquiles quedará tendido en el campo de batalla. Agamenón
y Ulises regresarán a casa, y Homero narrará sus destinos en La Odisea.
La sagrada Ilión es
derrotada y, entre los vencidos, Eneas pierde su patria, pero no su deber.
Carga a su padre sobre los hombros, guía a su hijo de la mano y deja atrás las
ruinas de Troya. La Eneida contará cómo su viaje lo llevará a una nueva
tierra, donde pondrá los cimientos de una patria, una nación, un imperio
destinado a perdurar.
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