viernes, 31 de mayo de 2024

Romanticismo o las canas de Penélope

 





Romanticismo o las canas de Penélope

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

Cada época tiene su sensibilidad que se plasma en un conjunto de ideas sobre el mundo y la vida. Y esa sensibilidad es, para los hombres de esa época, tan natural como el aire que respiran. Son ideas y creencias en las que se está o, como diría Ortega, que más que tenerlas, “nos tienen”. No son necesariamente falsas; no son necesariamente verdaderas. Descubrirlas, cuestionarlas y ponderarlas es la arriesgada tarea que los intelectuales de cada época pueden asumir.

Es un riesgo porque la mayoría de la gente se siente agredida y violentada cuando alguien señala que alguna de estas ideas podría ser incompleta, deficiente o cualquier otro matiz de este tipo. A modo de ejemplo, piénsese en la época en que todos usaban peluca blanca para simular las canas de la vejez. Ahí la idea en la que todos creen es que la vejez es la mejor edad del hombre y, precisamente por eso, los jóvenes disimularon su edad y nadie osó defender entonces los valores juveniles. Los ejemplos, en fin, podrían multiplicarse.

Nuestra época vive en la creencia inversa: ser joven es lo principal, lo valioso. Se entiende el mundo y la vida según el modo de vivir y sentir de los jóvenes. Los jóvenes, dice Aristóteles, lo viven todo según la pasión y el instante. En la juventud anida la fuerza, la sensación de que los viejos, los padres, los antiguos, no saben nada: todo empieza ahora, en un nuevo comienzo vivido según la pasión y el sentimiento. La pasión de la afirmación individual, de la independencia, la libertad (entendida como espontaneidad e independencia). Así es la juventud, quien lo probó lo sabe; y así es nuestro tiempo.

Y estos párrafos a modo de disculpa vienen a cuento porque se me solicita un texto que pondere la idea de “amor romántico”, idea en la que nuestro mundo cree a pie juntillas. Y, como queda dicho, puede parecer que cuestionarlo equivale a situarse en la antipática posición de rechazar el amor, pero ¿quién sería tan necio como para negar valor a la juventud o al sentimiento amoroso?

Consciente de que me encuentro en territorio resbaladizo, voy a proceder paso a paso. Comencemos por el principio, es decir, Homero.

La Odisea narra, como es sabido, el viaje de Ulises desde el final de la guerra de Troya hasta su hogar, en Ítaca. Una concepción lineal habría llevado al poeta a disponer así el relato. Pero no es esa la concepción de Homero y, por eso, el inicio nos muestra a Odiseo viviendo desde hace algunos años en una isla paradisiaca, junto a una diosa inmortal que lo ama con amor eterno y le da no sólo el gozo sensible que dos cuerpos jóvenes y vigorosos pueden proporcionarse mutuamente, le ofrece hacer real la aspiración de todo amor romántico: vivir siempre; siempre joven, siempre gozando… siempre, porque ella es una diosa y puede hacerlo inmortal. ¿Quién podría resistirse a semejante proyecto de vida, quién podría negarle nada a «la augusta Calipso, divina entre diosas, […] ansiosa de hacerlo su esposo» (Canto I, 14-15)? ¿Cómo podría pensarse que alguien rechace la realización cierta de la aspiración de todo amor romántico?

Si bien el amor romántico ha sido puesto de moda en tiempos recientes, es algo antiguo y atestiguado por ese arte mayor de Occidente que es la literatura. Añádase otra obviedad: la expresión “amor romántico” se construye sobre la base del término “romance”; hablamos, por tanto, de un amor “novelado”, idealizado y embellecido. El papel que el amor romántico juega en nuestro pensamiento y nuestras vidas no es ajeno, por otra parte, al movimiento denominado precisamente “romanticismo” que, como es sabido, es un movimiento reactivo, ya que reacciona contra al racionalismo ilustrado y presenta al “amor romántico” como algo no sometido a la áspera regla de la razón sino como brotando de la calidez del sentir humano.

El amor romántico adolece, por eso, de ese desequilibrio constitutivo: quiere subrayar lo que el racionalismo le niega. Y está bien que se haga, a condición de que no niegue lo que en la concepción racionalista es correcto: el papel esencial de la razón, de la inteligencia, de la sensatez, en todo lo humano: también en el amor.

Y es que el amor romántico es un sentimiento, es decir, un modo de sentirse afectado o influido por las cualidades de otra persona. Los sentimientos son el modo en que sentimos el mundo y tienen que ver más con nosotros que con el mundo. Una misma persona provoca sentimientos distintos en individuos de temperamentos distintos, de ahí que los sentimientos amorosos sean algo que le ocurre al enamorado hasta el punto de que alguien puede experimentar un vivo amor romántico por una persona sin que esa persona lo sepa. Eso ocurre, por ejemplo con Cyrano de Bergerac.

Más aún, como todo sentimiento, puede manipularse, y en eso destacan Don Juan y todos los seductores: saben actuar de modo que provocan el amor romántico en sus víctimas.

Al ser un sentimiento, el amor romántico puede que no sea recíproco: Cyrano tiene una nariz deforme y no cree que su fealdad sea digna de su amada. Don Juan provoca el enamoramiento en las damas, pero él no las ama.

El romántico ama, quiere, pero ese amor es algo que le sucede o, por decirlo de otro modo: no depende de él. De ahí que quien construye la vida sobre el amor romántico vive una vida que, en el aspecto esencial que es el amor, carece de firmeza y, por tanto no es de fiar. Así ocurre con Romeo, perdidamente enamorado de Rosalinda (sic) hasta que conoce a Julieta y entonces olvida a Rosalinda y cae perdidamente enamorado de Julieta.

Coherente con lo dicho es que, puesto que el enamorado romántico aspira a una vida como la que Calipso ofrece a Ulises, y de hecho no tiene garantizada ni la propia perseverancia amorosa (véase Romeo y Rosalinda) ni la correspondencia de la amada, no es infrecuente que los autores románticos acaben suicidándose: si la vida sólo tiene sentido por el amor y la persona amada me ignora o me rechaza, nada queda ya. Los modernos románticos no son tan radicales y se limitan a pasar de un amor eterno a otro sin excesivo drama ni coherencia.

«Amar no es un arte», dice Kierkegaard en Los estadios eróticos inmediatos o El erotismo musical. El arte (techné, técnica, llaman los griegos) es algo que los hombres hacemos de un determinado modo, sentir es algo que nos ocurre. No es que ese amor sea falso: por el contrario, es verdadero (como todo lo inmediato) y es absoluto, embarga la totalidad de la vida de Romeo para desaparecer en el instante siguiente.

Así las cosas, el amor romántico se apoya sobre la estructura básica del ser humano (la dimensión sentimental). Ahí es verdad, es absoluto, atañe al sujeto y a su espontaneidad e independencia (que no es lo mismo que libertad, pero eso es otra historia). Es tan hermoso como infantil, por eso no dura. Y a los hechos me remito: tenemos, quizá, las mayores tasas de fracaso amoroso (y familiar, con el consiguiente sufrimiento para cónyuges e hijos) de toda la historia. Y eso porque «querer no es un arte […] querer correctamente, sí».

Querer correctamente es poner a cada cosa en su lugar. Saber que en el hombre hay sensibilidad, pero también voluntad e inteligencia. Y cada instancia humana tiene su papel: ninguna es absoluta, ni la razón (defecto del racionalismo) ni el sentimiento (defecto del romanticismo).

¿Quién rechazaría una vida llena de amor, de placer, una vida inmortal junto a una diosa? Ulises, ni más ni menos. Ulises, porque Ulises “quiere correctamente” y sabe que los días que el amor romántico promete (incluso cuando, como ocurre con Calipso, está en condiciones de cumplir la promesa) no son propios de un ser humano. Lo humano es viajar para volver a casa y contar éxitos y fracasos. Y llegar a casa donde espera encontrar una mujer canosa y envejecida pero amada y amante.

El amor humano no es absoluto. El hombre y el amor (si es que, al final, no son lo mismo) son apertura y, por tanto, que la vida nos vaya bien, nos sonría, depende de nosotros (y eso no es un sentimiento, sino una decisión humana, una promesa) pero también de la persona amada (y eso es un don, una suerte y una fiesta).

De modo que, quien pone el amor romántico como base, no vive como hombre y, por tanto, fracasa vitalmente.

Quien “quiere correctamente” e intenta amar con todas la dimensiones propiamente humanas (sentimiento, inteligencia y voluntad-libertad), no tiene asegurado el éxito. Recordemos a Agamenón, acogido por Clitemnestra en quien el amor romántico por Egisto había hecho olvidar el amor romántico por Agamenón y, por tanto, provocó su muerte.

Cabe esperar que nos ocurra como a Ulises a quien el amor fiel de Penélope supo reconocer y pudieron vivir un amor plenamente humano, con sus momentos de romanticismo, claro está. El gozo romántico de una vida eternamente dichosa junto a una diosa no está hecho para el hombre, por mucho que las juveniles aspiraciones pretendan. Vale mucho más acariciar la piel arrugada de Penélope y contemplar sus canas, porque hemos recorrido juntos el viaje de la vida. Porque la vida junto a Calipso me haría gozar a mí pero no puedo darle nada; la vida junto a Penélope la vivo por ella, porque yo aún puedo contribuir a que su vida sea mejor. Sigo con ella, sigue conmigo porque quiere, porque me quiere, porque aún tiene amor para mí. El amor y la felicidad (si es que, al final, no son lo mismo) son apertura; y, dice Kierkegaard, la puerta de la felicidad se abre hacia afuera, para que el otro pueda entrar en nuestro corazón.

Porque el amor romántico es un tipo de amor (hay otros: como el amor entre padres  e hijos, entre amigos…) que tiene un papel importante en la vida humana. Pero ese papel, como ocurre con los sentimientos, no es el de fundamentar sino el de condimentar la vida: no es lo esencial, aunque llena de alegría una vida bien encauzada.

Estirando un poco más la metáfora podríamos decir que la vida humana (y el amor, si es que al final no son lo mismo) son la sustancia, la esencia, la comida, lo que nutre y fundamenta. Y el amor romántico es la chispa, el condimento que mejora y alegra.





Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), junio 2024, nº 86, pp. 43-44


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