Romanticismo o las
canas de Penélope
Manuel Ballester
Cada
época tiene su sensibilidad que se plasma en un conjunto de ideas sobre el
mundo y la vida. Y esa sensibilidad es, para los hombres de esa época, tan
natural como el aire que respiran. Son ideas y creencias en las que se está o,
como diría Ortega, que más que tenerlas, “nos tienen”. No son necesariamente
falsas; no son necesariamente verdaderas. Descubrirlas, cuestionarlas y
ponderarlas es la arriesgada tarea que los intelectuales de cada época pueden
asumir.
Es un riesgo porque la mayoría de la gente se siente agredida y violentada cuando alguien señala que alguna de estas ideas podría ser incompleta, deficiente o cualquier otro matiz de este tipo. A modo de ejemplo, piénsese en la época en que todos usaban peluca blanca para simular las canas de la vejez. Ahí la idea en la que todos creen es que la vejez es la mejor edad del hombre y, precisamente por eso, los jóvenes disimularon su edad y nadie osó defender entonces los valores juveniles. Los ejemplos, en fin, podrían multiplicarse.
Nuestra
época vive en la creencia inversa: ser joven es lo principal, lo valioso. Se
entiende el mundo y la vida según el modo de vivir y sentir de los jóvenes. Los
jóvenes, dice Aristóteles, lo viven todo según la pasión y el instante. En la
juventud anida la fuerza, la sensación de que los viejos, los padres, los
antiguos, no saben nada: todo empieza ahora, en un nuevo comienzo vivido según
la pasión y el sentimiento. La pasión de la afirmación individual, de la
independencia, la libertad (entendida como espontaneidad e independencia). Así
es la juventud, quien lo probó lo sabe; y así es nuestro tiempo.
Y estos
párrafos a modo de disculpa vienen a cuento porque se me solicita un texto que
pondere la idea de “amor romántico”, idea en la que nuestro mundo cree a pie
juntillas. Y, como queda dicho, puede parecer que cuestionarlo equivale a
situarse en la antipática posición de rechazar el amor, pero ¿quién sería tan
necio como para negar valor a la juventud o al sentimiento amoroso?
Consciente
de que me encuentro en territorio resbaladizo, voy a proceder paso a paso. Comencemos
por el principio, es decir, Homero.
La Odisea narra, como es sabido, el viaje
de Ulises desde el final de la guerra de Troya hasta su hogar, en Ítaca. Una
concepción lineal habría llevado al poeta a disponer así el relato. Pero no es
esa la concepción de Homero y, por eso, el inicio nos muestra a Odiseo viviendo
desde hace algunos años en una isla paradisiaca, junto a una diosa inmortal que
lo ama con amor eterno y le da no sólo el gozo sensible que dos cuerpos jóvenes
y vigorosos pueden proporcionarse mutuamente, le ofrece hacer real la
aspiración de todo amor romántico: vivir siempre; siempre joven, siempre
gozando… siempre, porque ella es una diosa y puede hacerlo inmortal. ¿Quién
podría resistirse a semejante proyecto de vida, quién podría negarle nada a «la
augusta Calipso, divina entre diosas, […] ansiosa de hacerlo su esposo» (Canto I, 14-15)? ¿Cómo podría
pensarse que alguien rechace la realización cierta de la aspiración de todo
amor romántico?
Si bien el amor romántico ha
sido puesto de moda en tiempos recientes, es algo antiguo y atestiguado por ese
arte mayor de Occidente que es la literatura. Añádase otra obviedad: la
expresión “amor romántico” se construye sobre la base del término “romance”;
hablamos, por tanto, de un amor “novelado”, idealizado y embellecido. El papel
que el amor romántico juega en nuestro pensamiento y nuestras vidas no es
ajeno, por otra parte, al movimiento denominado precisamente “romanticismo”
que, como es sabido, es un movimiento reactivo, ya que reacciona contra al
racionalismo ilustrado y presenta al “amor romántico” como algo no sometido a
la áspera regla de la razón sino como brotando de la calidez del sentir humano.
El amor romántico adolece,
por eso, de ese desequilibrio constitutivo: quiere subrayar lo que el
racionalismo le niega. Y está bien que se haga, a condición de que no niegue lo
que en la concepción racionalista es correcto: el papel esencial de la razón,
de la inteligencia, de la sensatez, en todo lo humano: también en el amor.
Y es que el amor romántico es
un sentimiento, es decir, un modo de sentirse afectado o influido por las
cualidades de otra persona. Los sentimientos son el modo en que sentimos el
mundo y tienen que ver más con nosotros que con el mundo. Una misma persona
provoca sentimientos distintos en individuos de temperamentos distintos, de ahí
que los sentimientos amorosos sean algo que le ocurre al enamorado hasta el
punto de que alguien puede experimentar un vivo amor romántico por una persona
sin que esa persona lo sepa. Eso ocurre, por ejemplo con Cyrano de Bergerac.
Más aún, como todo
sentimiento, puede manipularse, y en eso destacan Don Juan y todos los
seductores: saben actuar de modo que provocan el amor romántico en sus
víctimas.
Al ser un sentimiento, el
amor romántico puede que no sea recíproco: Cyrano tiene una nariz deforme y no
cree que su fealdad sea digna de su amada. Don Juan provoca el enamoramiento en
las damas, pero él no las ama.
El romántico ama, quiere,
pero ese amor es algo que le sucede o, por decirlo de otro modo: no depende de
él. De ahí que quien construye la vida sobre el amor romántico vive una vida
que, en el aspecto esencial que es el amor, carece de firmeza y, por tanto no
es de fiar. Así ocurre con Romeo, perdidamente enamorado de Rosalinda (sic)
hasta que conoce a Julieta y entonces olvida a Rosalinda y cae perdidamente
enamorado de Julieta.
Coherente con lo dicho es
que, puesto que el enamorado romántico aspira a una vida como la que Calipso
ofrece a Ulises, y de hecho no tiene garantizada ni la propia perseverancia
amorosa (véase Romeo y Rosalinda) ni la correspondencia de la amada, no es
infrecuente que los autores románticos acaben suicidándose: si la vida sólo
tiene sentido por el amor y la persona amada me ignora o me rechaza, nada queda
ya. Los modernos románticos no son tan radicales y se limitan a pasar de un
amor eterno a otro sin excesivo drama ni coherencia.
«Amar no es un arte», dice
Kierkegaard en Los estadios eróticos
inmediatos o El erotismo musical. El arte (techné, técnica, llaman los griegos) es algo que los hombres
hacemos de un determinado modo, sentir es algo que nos ocurre. No es que ese
amor sea falso: por el contrario, es verdadero (como todo lo inmediato) y es
absoluto, embarga la totalidad de la vida de Romeo para desaparecer en el
instante siguiente.
Así las cosas, el amor
romántico se apoya sobre la estructura básica del ser humano (la dimensión
sentimental). Ahí es verdad, es absoluto, atañe al sujeto y a su espontaneidad
e independencia (que no es lo mismo que libertad, pero eso es otra historia).
Es tan hermoso como infantil, por eso no dura. Y a los hechos me remito:
tenemos, quizá, las mayores tasas de fracaso amoroso (y familiar, con el
consiguiente sufrimiento para cónyuges e hijos) de toda la historia. Y eso
porque «querer no es un arte […] querer correctamente, sí».
Querer correctamente es poner
a cada cosa en su lugar. Saber que en el hombre hay sensibilidad, pero también
voluntad e inteligencia. Y cada instancia humana tiene su papel: ninguna es absoluta,
ni la razón (defecto del racionalismo) ni el sentimiento (defecto del
romanticismo).
¿Quién rechazaría una vida
llena de amor, de placer, una vida inmortal junto a una diosa? Ulises, ni más
ni menos. Ulises, porque Ulises “quiere correctamente” y sabe que los días que el
amor romántico promete (incluso cuando, como ocurre con Calipso, está en
condiciones de cumplir la promesa) no son propios de un ser humano. Lo humano
es viajar para volver a casa y contar éxitos y fracasos. Y llegar a casa donde
espera encontrar una mujer canosa y envejecida pero amada y amante.
El amor humano no es
absoluto. El hombre y el amor (si es que, al final, no son lo mismo) son
apertura y, por tanto, que la vida nos vaya bien, nos sonría, depende de
nosotros (y eso no es un sentimiento, sino una decisión humana, una promesa)
pero también de la persona amada (y eso es un don, una suerte y una fiesta).
De modo que, quien pone el
amor romántico como base, no vive como hombre y, por tanto, fracasa vitalmente.
Quien “quiere correctamente”
e intenta amar con todas la dimensiones propiamente humanas (sentimiento,
inteligencia y voluntad-libertad), no tiene asegurado el éxito. Recordemos a Agamenón,
acogido por Clitemnestra en quien el amor romántico por Egisto había hecho
olvidar el amor romántico por Agamenón y, por tanto, provocó su muerte.
Cabe esperar que nos ocurra como
a Ulises a quien el amor fiel de Penélope supo reconocer y pudieron vivir un
amor plenamente humano, con sus momentos de romanticismo, claro está. El gozo romántico
de una vida eternamente dichosa junto a una diosa no está hecho para el hombre,
por mucho que las juveniles aspiraciones pretendan. Vale mucho más acariciar la
piel arrugada de Penélope y contemplar sus canas, porque hemos recorrido juntos
el viaje de la vida. Porque la vida junto a Calipso me haría gozar a mí pero no
puedo darle nada; la vida junto a Penélope la vivo por ella, porque yo aún
puedo contribuir a que su vida sea mejor. Sigo con ella, sigue conmigo porque
quiere, porque me quiere, porque aún tiene amor para mí. El amor y la felicidad
(si es que, al final, no son lo mismo) son apertura; y, dice Kierkegaard, la
puerta de la felicidad se abre hacia afuera, para que el otro pueda entrar en
nuestro corazón.
Porque el amor romántico es
un tipo de amor (hay otros: como el amor entre padres e hijos, entre amigos…) que tiene un papel
importante en la vida humana. Pero ese papel, como ocurre con los sentimientos,
no es el de fundamentar sino el de condimentar la vida: no es lo esencial,
aunque llena de alegría una vida bien encauzada.
Estirando un poco más la
metáfora podríamos decir que la vida humana (y el amor, si es que al final no son lo
mismo) son la sustancia, la esencia, la comida, lo que nutre y fundamenta. Y el
amor romántico es la chispa, el condimento que mejora y alegra.
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