Historia de una gaviota ... 14
9. El discurso fúnebre
Mientras Zorbas incuba el huevo, los otros tres gatos, «a la
luz de la luna […] cavaron un agujero al pie del castaño [cogieron a la gaviota
y allí] la depositaron y la cubrieron de tierra».
El cuerpo de un difunto no es esa persona que fue, eso es obvio. Pero fue su cuerpo. Y lo mejor que pudimos decirle se lo dijimos abrazando ese cuerpo, acariciando ese cuerpo, apretándolo contra nuestro propio cuerpo.
Enterrarlo, dejar localizados los restos mortales de la
persona querida, no le sirve de nada al difunto. Pero ayuda a fijar la memoria
de quien sobrevive en un cuerpo y necesita referencias corpóreas para ayudar al
pensamiento y los afectos. Si el difunto vive en la memoria de quienes lo
quisieron, conviene ayudar a la memoria depositando el cadáver en un lugar al
que volver.
Hay razones a favor de la incineración, es cierto. Y a favor
del enterramiento hay una tradición antiquísima: Antígona, «nacida para
compartir amor» arriesga (y pierde) su vida con tal de lograr que se dé sepultura
al cuerpo de su hermano.
Recoge Tucídies en Historia
de la guerra del Peloponeso el famoso Discurso fúnebre pronunciado por
Perícles donde ensalza lo mejor que ha guiado a la vida de los caídos en la
guerra contra Esparta. Atenas, los atenienses, no siempre estuvieron a la
altura del ideal pintado por Perícles, pero el elogio fúnebre, el homenaje
póstumo de los vivos a los muertos, intenta fijar en la memoria lo mejor.
También para que esa idealidad sirva de estímulo a los vivos haciéndoles brotar
el deseo de encarnar los mejores principios y llevar una vida acorde con los
más altos valores.
Colonello es quien dice las palabras de despedida. Señala
que saben poco de la gaviota pero saben lo que ella ha significado para sus
vidas, que ya es algo: «llegó moribunda hasta la casa de Zorbas, uno de los
nuestros, y depositó en él toda su confianza».
El último acto de Kengah, confiar en un gato bueno; la
última voluntad, que ese gato respete, proteja y eduque al polluelo. Y eso
significa que hay que enseñarlo a volar. Ya ha aparecido varias veces esa
dificultad. Es una promesa difícil de cumplir y empezarán por lo fácil, por la
vía de Sabelotodo: «Volar. Tomo veintitrés, letra V». Es fácil ver que esa vía
no es adecuada para este asunto. Pero veremos dónde nos lleva.
El último adiós, cuando se acaban las palabras, cuando sólo
queda flotando en el ambiente la determinación de esforzarse por cumplir la
promesa, consiste en estirar «los cuellos hacia la luna y maullar la canción
del adiós de los gatos del puerto», una canción que expresa una tristeza
cósmica que se expande a todos los gatos, a todos los animales, a todos los
habitantes de la ciudad.
El entierro despide este capítulo, con el que se cierra la
primera de las dos partes de la obra, con un tono solemne, triste pero digno.
En los primeros capítulos de esta primera parte parecía que se estaba realizando la clásica presentación de los personajes. Sabemos desde el principio que hay un gato y una gaviota; y el gato, Zorbas, es presentado de un modo definido, desde su infancia de cachorrito inquieto, con su carácter, su entorno y su estilo de vida. Pero la gaviota, la gaviota a la que hay que enseñar a volar, no es Kengah. De esa gaviota co-protagonista aún no sabemos nada. Ha terminado ya la primera parte, hemos recorrido ya más de la mitad de la obra, y aún no sabemos nada. Parece que será lo que salga del huevo que incuba Zorbas. Pero aún no se ha presentado este segundo personaje. Será en el próximo capítulo, seguramente.
Todo enterramiento es en sí un resurrección, una renacer en otra conciencia, sin que se haya perdido aún conciencia de ti. Más tarde podrás nacer, pero ya no serás tú, sino otro, y no porque no puedas retomarte otra vez en ti, posible dentro de lo improbable, sino porque nadie guardar memoria y conciencia de ti. Un fraternal abrazo.
ResponderEliminarNo estoy seguro.
EliminarEs más, si fuera así, quedaría por resolver una cuestión importante. ¿Cómo es que, en el fondo, deseamos lo contrario? Deseamos ser siempre nosotros mismos, y que se nos reconozca como tales. Que se nos reconozca, se nos valores. Y se nos quiera. Porque lo dice Antígona: hemos nacido para el amor