Historia de una gaviota... 15
10. Un gato empollando un huevo
Zorbas dedica mucho tiempo a empollar el huevo. Es fácil. No
hay que hacer nada o, más exactamente, sólo hay que dedicar tiempo. Pero, eso
sí, «fueron largos e incómodos días que a veces se le antojaron totalmente
inútiles, pues se veía cuidando un objeto sin vida, a una especie de frágil
piedra».
El hombre es un ser inquieto. Cuando está ante un proceso (y todo está en continua transformación, si hemos de creer a Heráclito), siente la necesidad de intervenir, de hacer algo. Aunque sólo sea comprenderlo, aunque sólo sea para asumir cognoscitivamente el despliegue de lo real. Entender, entender las cosas, es una acción (praxis, le llaman los griegos), una actividad intelectual que produce un enorme gozo. Esto no hay que explicarlo a quien ha visto la solución de un problema de matemáticas, ha entendido una expresión en otro idioma o cómo se produce la transmisión de estímulos a través del sistema nervioso; no hay que explicarlo porque quien lo probó, lo sabe.
Pero es que, a veces, hay procesos que pueden mejorar con la
intervención del hombre o, más precisamente, que pueden enriquecerse,
potenciarse, gracias a que el hombre no sólo ha entendido el proceso sino que,
precisamente por eso, ha entendido que con su acción puede mejorarlo. Y esto,
que los griegos llamaron techné y los
latinos ars, ocurre ya en algo tan
ordinario como la agricultura. Ahí el hombre, gracias a lo que entiende y es
capaz de hacer, colabora con el dinamismo interno de las cosas (su naturaleza)
para acrecentar su efectividad.
Hay también determinados
dinamismos que no admiten injerencia, su desarrollo está muy pautado y al
hombre sólo le cabe dejarlos desplegarse, incubarlos. Protegerlo, como aquel
día en que el vecino estuvo a punto de descubrir el huevo. Y no destruirlos: no
comerse el huevo, no romperlo, no ponerlo en un entorno pernicioso o, lo que es
lo mismo, sólo podemos proteger el dinamismo interno, asistir al misterio del
desplegarse de una naturaleza que tiende a su propia plenitud.
La tentación de intervenir técnicamente (para mejorar, para
modelar y, casi, crear) es muy fuerte. Cuando esta tensión se frustra se
manifiesta como inquietud y aburrimiento, una depreciación de lo que estamos
cuidando a lo que se ve como «un objeto sin vida, una especie de frágil piedra».
Pero se puede enfocar de otro modo, ¿qué hacer?
¿Qué hacen las madres? Nada. Esperar, prepararse para lo que
vendrá, para acogerlo, preparar el acontecimiento: esa es la actividad (praxis
y praxis humana: cognoscitiva, volitiva y afectiva) que requieren cierto tipo de
asuntos.
¿Qué hacen las madres? Nada. Protegen, impiden el daño,
obviamente. Y se cuidan, porque es el modo de cuidar lo que vendrá. Y
contemplan, sobre todo, están abiertas al mínimo atisbo, a la menor señal. E
imaginan. Y temen, porque nada garantiza que todo irá bien. Hacen todo eso. Y
sufren en su cuerpo las incomodidades. Hacen de todo menos aburrirse. Porque
eso que hacen es una actividad de acogida que requiere la concentración de todo
su ser, de todas sus capacidades, para que nada quede al margen del cuidado y
amorosa acogida.
A veces el objeto pide ser comprendido, otras producido,
otras contemplado. Acertar con lo que procede hacer y hacerlo es realizar la praxis
correcta y gozar integralmente; errar genera, al menos, hastío y acentúa las
inevitables incomodidades, los inexcusables aspectos adversos que están en todo
lo que es de este mundo ya que, si hemos de creer a Platón, la perfección no es
de este mundo.
El tiempo pasa con la lentitud que transcurre cuando no lo
aprovechamos y sólo estamos pendientes de algo que vendrá. El tiempo parece
acusar nuestro desprecio hacia él y se mueve con sosiego, como dándonos otra
oportunidad más antes de irse, para que lo disfrutemos. Pero la tensión hacia el
futuro nos ciega para el presente y lo dejamos ir.
Zorbas mata el tiempo, comprueba el huevo a ver si es capaz
de ver algo dentro, acerca «una oreja al huevo, luego la otra, pero no
consiguió oír nada. Tampoco tuvo suerte cuando intentó ver el interior del
huevo poniéndolo a contraluz». Sus amigos lo visitan cada día para ver si se
daban los “progresos esperados”, pero no hay avance o no saben verlo. El saber
enciclopédico tampoco ayuda en este tipo de procesos.
Mal que bien, empollar el huevo se fue convirtiendo en la
nueva rutina de Zorbas.
Y el proceso siguió su curso sin que el gato se diese
cuenta: Zorbas «no percibió que el huevo se movía, lentamente, pero se movía,
como si quisiera echarse a rodar».
Zorbas mira el huevo y ve que, con brío y dinamismo pero a
su ritmo, la vida se iba abriendo paso, «el pollito picoteaba hasta abrir un
agujero por el que asomó la diminuta cabeza blanca y húmeda.
-¡Mami!, graznó el pollito».
Obviamente, el pollito considera que Zorbas es su madre. No sabe más. Zorbas sí sabe más: se ha metido en un buen lío. Está dispuesto a cumplir sus promesas pero todo el mundo sabe que ser madre no es tarea fácil.
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