martes, 1 de junio de 2021

Misa de náufragas

 




José Alfonso Romero, Misa de náufragas

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

La vida es como un viaje por el mundo.

Hay trayectos que trascurren por autopistas y vías. Paisajes domados por el hombre, en suma.

Hay recorridos por el monte, cuyas sendas guardan la memoria del paso de los hombres.

El mundo de José Alfonso es el mar. Indómito y bravío. Salvaje. Sin memoria.

Navegar es necesario: así es la vida. Naufragar es una posibilidad. Ni la única ni la última pero real como el viaje. Naufragar es duro pero no siempre es morir. Cuentan que, tras el naufragio, algunos llegaron a playas paradisíacas.

Si no conociéramos su obra La hija del txakurra (2016; 4ª edición, 2021) nos asaltaría la tentación de decir que el autor es un poeta de raza, que lo es. Pero es más. Su obra en prosa coloca el lenguaje a la altura que le corresponde. Porque le exige fidelidad a una alta misión: colocar al lector ante las cosas mismas. Y las cosas que han golpeado a José Alfonso Romero son tremendas.

De lo tremendo dice Rilke que es el grado de belleza que somos capaces de soportar. Y al decir esto no es complaciente pues sabe que el lector no siempre está preparado para lo auténtico. Tremendo es el rayo en el monte y la tormenta en el mar y el naufragio y la muerte. Tremendo porque apunta al nervio esencial del hombre; porque ocasiona sufrimiento. Y el sufrimiento es la interpelación que no puede ser ignorada.

José Alfonso se ha situado en el vórtice mismo del sufrir. Desde ahí lanza su lúcida mirada hacia el mundo. Contempla las cosas que pasan en el mundo, porque así es la vida. Y hacia las cosas que pasan porque algunos hombres son de determinada manera. Hay cosas malas y hombres malvados. En el viaje de la vida nos encontramos con cosas que hacen algunos hombres que están muertos; sí, muertos, porque desde Antígona sabemos que ser hombre es haber nacido para el amor; quien actúa desde el odio ya está muerto: “¿Cómo respirar si no se puede querer?” [Como flores de almendro, 54.17, en Misa de náufragas].

Vivir en el odio es la definición del infierno. Y José Alfonso ha visto gente amedrentada y matada por esos muertos. Eso es tremendo. Y dice Rilke, poeta de raza, que lo tremendo es el grado de belleza que podemos soportar. Porque eso tremendo es el abismo en el que algunos caen a una vida eterna de odio, que es el infierno. Vivir sin amor es vivir sin lo que nos constituye como hombres. Eso es el infierno en cualquier momento, lugar o estado.

Pero los hay también que, ante lo tremendo, no se dejan caer en el infierno del odio sino que son capaces de afianzar su humanidad con más vigor. Otros son capaces de sumarse al coro de Antígona, que es el coro de los hombres dignos. La vida humana es finita, lo sabemos, “acatamos nuestra humilde condición de fugaces sombras” [Misa de náufragas, Canto I, 6-7]. Pero la muerte no es el final, lo sabemos. Viene después la gloria perdurable o el oprobio inalienable, según.

Misa de naúfragas (2019) no es una recopilación de poemas. Es una obra unitaria, compacta y firme. Forjada en el abismo de lo tremendo. El poeta sabe que en el viaje de la vida humana hay muerte, que “la vida es la cara oculta de la muerte” [Como flores de almendro, 36.17]. Y resurrección. No todas las vidas son iguales. Ni todas las muertes. Ni, finalmente, todos resucitan igual. Desde el Canto Primero siente el poeta que la opción humana, la de Antígona, es elegir el amor. Ante la lucidez del abismo, ante el estupor de lo tremendo, la respuesta correcta es entregarse al amor, consagrar la vida a la alegría “en la esperanza de que nos sea permitido/ gozar de la alegría de tan digna resurrección” [Canto I, 12-13]. El odiador resucitará también, pero no para una resurrección digna.

La mirada amorosa no niega (¿cómo podría hacerlo sin faltar a la verdad?) lo tremendo. No niega el mal ni al malvado. Pero no le concede la última palabra: “Los huracanes esconden canciones de amor” [Canto II, 1]. Con Jorge Manrique sabemos que el océano es el acabarse y morir; y también que la muerte no es la última palabra y que el mal está ya vencido. Porque la vida sigue discurriendo como “el mar, ciego de amor […], eterno enamorado” [Canto II, 7.17].

Lo tremendo nos sacude. Como la belleza. Nos zarandea y nos llama. Capta nuestra atención. Fascinándonos, como el tentador en el paraíso. Nos seduce; y esa es, lo sabemos, la esencia de toda transgresión: dejar de estar centrados en nosotros mismos para acudir a aquello que nos reclama desde fuera. Eso hizo Eva e hizo hacer a Adán, según cuentan quienes anduvieron por el paraíso.

Dejarse seducir, permitir que lo ajeno nos conduzca lejos de nosotros mismo eso es traicionarnos e ignorarlo. Por eso, por ignorancia, preguntamos ¿Cuál será nuestro pecado? “¿Intentar penetrar en un mirar estremecido/ el universal prodigio de la belleza?” [Como flores de almendro, 50.18-19]. Y es que, aunque nos reclame la belleza, “El diablo aguarda en la codicia del saber” [Como flores de almendro, 54.20-21]. Ser humano es penetrar la maravilla total, comprender las sendas rectas y también por qué hay malvados. Pero, más aún, amar incluso “las horas oscuras de mi ser” (Ich liebe meines Wesens Dunkelstunden) como dice Rilke o, como escribe José Alfonso “querer, aún más que creer” [Como flores de almendro, 50.19]

Al fin, entender es algo que hacen buenos y malvados. Amar es, sin embargo, lo que somos cuando somos lo mejor que podemos ser. Cuando nuestra libertad se adhiere a lo mejor que hay en nosotros. Cuando impedimos que nada en nuestra vida empañe nuestra imagen de lo divino. Algo de esto intuyó Séneca cuando afirmó que el hombre es cosa sagrada (Homo homini res sacra): no sólo digno, sagrado; y no sólo para los demás sino, quizá y sobre todo, en sí mismo.

Es verdad que fatiga, a veces, tanto andar por un mar, nuestro mar, nuestra vida, que no nos conduce a la orilla, nuestra tierra, nuestro hogar. La vida, el navegar y naufragar, generan cierto cansancio y desánimo. Camoens le llamaría melancolía, quizá. O también saudade. Misa de náufragas aparece en versión bilingüe portugués-español. Será que la saudade alude a la melancolía, el cansancio del camino, pero también al anhelo del reposo, a la vuelta al hogar del hombre. Es sabido que Ulises rechazó la vida inmortal pero no para seguir navegando. Tenía saudade, anhelo del hogar humano, al calor de los suyos. Algo así nos regala José Alfonso:

“quiero ir contigo allí donde vayas,

Y que allí donde vayas sea el cielo”.

[Como flores de almendro].



Publicado en la Revista Letras de Parnaso, nº 68, Junio 2021, pp. 58-59

No hay comentarios:

Publicar un comentario