José Alfonso Romero, Misa de
náufragas
Manuel Ballester
La vida es como un viaje por el mundo.
Hay trayectos que trascurren por autopistas y vías. Paisajes
domados por el hombre, en suma.
Hay recorridos por el monte, cuyas sendas guardan la memoria
del paso de los hombres.
El mundo de José Alfonso es el mar. Indómito y bravío. Salvaje. Sin memoria.
Navegar es necesario: así es la vida. Naufragar es una
posibilidad. Ni la única ni la última pero real como el viaje. Naufragar es
duro pero no siempre es morir. Cuentan que, tras el naufragio, algunos llegaron a playas
paradisíacas.
Si no conociéramos su obra La hija del txakurra (2016; 4ª edición, 2021) nos asaltaría la
tentación de decir que el autor es un poeta de raza, que lo es. Pero es más. Su
obra en prosa coloca el lenguaje a la altura que le corresponde. Porque le
exige fidelidad a una alta misión: colocar al lector ante las cosas mismas. Y
las cosas que han golpeado a José Alfonso Romero son tremendas.
De lo tremendo dice Rilke que es el grado de belleza que somos
capaces de soportar. Y al decir esto no es complaciente pues sabe que el lector
no siempre está preparado para lo auténtico. Tremendo es el rayo en el monte y
la tormenta en el mar y el naufragio y la muerte. Tremendo porque apunta al
nervio esencial del hombre; porque ocasiona sufrimiento. Y el sufrimiento es la
interpelación que no puede ser ignorada.
José Alfonso se ha situado en el vórtice mismo del sufrir.
Desde ahí lanza su lúcida mirada hacia el mundo. Contempla las cosas que pasan
en el mundo, porque así es la vida. Y hacia las cosas que pasan porque algunos
hombres son de determinada manera. Hay cosas malas y hombres malvados. En el
viaje de la vida nos encontramos con cosas que hacen algunos hombres que están
muertos; sí, muertos, porque desde Antígona sabemos que ser hombre es haber
nacido para el amor; quien actúa desde el odio ya está muerto: “¿Cómo respirar
si no se puede querer?” [Como flores de
almendro, 54.17, en Misa de
náufragas].
Vivir en el odio es la definición del infierno. Y José
Alfonso ha visto gente amedrentada y matada por esos muertos. Eso es tremendo.
Y dice Rilke, poeta de raza, que lo tremendo es el grado de belleza que podemos
soportar. Porque eso tremendo es el abismo en el que algunos caen a una vida
eterna de odio, que es el infierno. Vivir sin amor es vivir sin lo que nos
constituye como hombres. Eso es el infierno en cualquier momento, lugar o
estado.
Pero los hay también que, ante lo tremendo, no se dejan caer
en el infierno del odio sino que son capaces de afianzar su humanidad con más
vigor. Otros son capaces de sumarse al coro de Antígona, que es el coro de los
hombres dignos. La vida humana es finita, lo sabemos, “acatamos nuestra humilde
condición de fugaces sombras” [Misa de
náufragas, Canto I, 6-7]. Pero la muerte no es el final, lo sabemos. Viene
después la gloria perdurable o el oprobio inalienable, según.
Misa de naúfragas
(2019) no es una recopilación de poemas. Es una obra unitaria, compacta y
firme. Forjada en el abismo de lo tremendo. El poeta sabe que en el viaje de la
vida humana hay muerte, que “la vida es la cara oculta de la muerte” [Como flores de almendro, 36.17]. Y
resurrección. No todas las vidas son iguales. Ni todas las muertes. Ni,
finalmente, todos resucitan igual. Desde el Canto Primero siente el poeta que
la opción humana, la de Antígona, es elegir el amor. Ante la lucidez del
abismo, ante el estupor de lo tremendo, la respuesta correcta es entregarse al
amor, consagrar la vida a la alegría “en la esperanza de que nos sea permitido/
gozar de la alegría de tan digna resurrección” [Canto I, 12-13]. El odiador
resucitará también, pero no para una resurrección digna.
La mirada amorosa no niega (¿cómo podría hacerlo sin faltar
a la verdad?) lo tremendo. No niega el mal ni al malvado. Pero no le concede la
última palabra: “Los huracanes esconden canciones de amor” [Canto II, 1]. Con
Jorge Manrique sabemos que el océano es el acabarse y morir; y también que la
muerte no es la última palabra y que el mal está ya vencido. Porque la vida
sigue discurriendo como “el mar, ciego de amor […], eterno enamorado” [Canto
II, 7.17].
Lo tremendo nos sacude. Como la belleza. Nos zarandea y nos
llama. Capta nuestra atención. Fascinándonos, como el tentador en el paraíso.
Nos seduce; y esa es, lo sabemos, la esencia de toda transgresión: dejar de
estar centrados en nosotros mismos para acudir a aquello que nos reclama desde
fuera. Eso hizo Eva e hizo hacer a Adán, según cuentan quienes anduvieron por
el paraíso.
Dejarse seducir, permitir que lo ajeno nos conduzca lejos de
nosotros mismo eso es traicionarnos e ignorarlo. Por eso, por ignorancia,
preguntamos ¿Cuál será nuestro pecado? “¿Intentar penetrar en un mirar
estremecido/ el universal prodigio de la belleza?” [Como flores de almendro, 50.18-19]. Y es que, aunque nos reclame la
belleza, “El diablo aguarda en la codicia del saber” [Como flores de almendro, 54.20-21]. Ser humano es penetrar la
maravilla total, comprender las sendas rectas y también por qué hay malvados.
Pero, más aún, amar incluso “las horas oscuras de mi ser” (Ich liebe meines Wesens Dunkelstunden) como dice Rilke o, como
escribe José Alfonso “querer, aún más que creer” [Como flores de almendro, 50.19]
Al fin, entender es algo que hacen buenos y malvados. Amar
es, sin embargo, lo que somos cuando somos lo mejor que podemos ser. Cuando
nuestra libertad se adhiere a lo mejor que hay en nosotros. Cuando impedimos
que nada en nuestra vida empañe nuestra imagen de lo divino. Algo de esto
intuyó Séneca cuando afirmó que el hombre es cosa sagrada (Homo homini res sacra): no sólo digno, sagrado; y no sólo para los
demás sino, quizá y sobre todo, en sí mismo.
Es verdad que fatiga, a veces, tanto andar por un mar,
nuestro mar, nuestra vida, que no nos conduce a la orilla, nuestra tierra,
nuestro hogar. La vida, el navegar y naufragar, generan cierto cansancio y
desánimo. Camoens le llamaría melancolía, quizá. O también saudade. Misa de náufragas
aparece en versión bilingüe portugués-español. Será que la saudade alude a la melancolía, el cansancio del camino, pero también
al anhelo del reposo, a la vuelta al hogar del hombre. Es sabido que Ulises
rechazó la vida inmortal pero no para seguir navegando. Tenía saudade, anhelo
del hogar humano, al calor de los suyos. Algo así nos regala José Alfonso:
“quiero ir contigo allí donde vayas,
Y que allí donde vayas sea el cielo”.
[Como flores de
almendro].
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