viernes, 30 de septiembre de 2022

También hay misterio (2)

 

Entusiasmo por la realidad (14)

 

 

 

También hay misterio (2)

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

Está claro que hay problemas en todos los ámbitos en que nos movemos.

El hombre moderno tiene una gran fe en el progreso, en el avance de las ciencias. Las ciencias, como es sabido, adelantan una barbaridad, es decir, son capaces de resolver problemas cada vez más complejos de un modo cada vez más eficaz.

Y eso no sólo es verdad sino que está muy bien, claro.

Siempre y cuando no olvidemos que no todo son problemas.

Wittgenstein lo plantea así: «Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas [wissenschaftlichen Fragen] hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales [unsere Lebensprobleme] todavía no se han rozado en lo más mínimo», Tractatus logico-philosophicus, 6.52.

La terminología usada por Wittgenstein es reveladora: todo son problemas pero hay cuestiones, preguntas [wissenschaftlichen Fragen], que la ciencia puede manejar con éxito y expresarlos en términos propios de la ciencia natural pero hay también otros asuntos [Lebensprobleme] que no tienen nada que ver o, dicho de otra manera, son de otro nivel, hay que abordarlos de otro modo.

Por eso Wittgenstein concluye que hay asuntos como “el problema de la vida” [Das Problem des Lebens] o “el sentido de la vida” [Der Sinn des Lebens] que no son abordables desde el saber científico, y por eso las ciencias naturales carecen de lenguaje para hablar sobre ello pero, eso sí, «lo inexpresable, sin embargo, existe. Se muestra [Es gibt allerdings Unasusprechliches. Dies zeigt sich]»Tractatus, 6.522. Hay, existe, algo que no es problema, que no puede ser expresado con el lenguaje de las ciencias pero que se hace presente en nuestras vidas.

Wittgenstein y buena parte de la mentalidad moderna pretenden que sólo lo que cae bajo el foco de la ciencia (los problemas) tiene entidad, es real. Por eso, lo que no es abordable con esos criterios, aparece como algo irracional, absurdo, fruto de planteamientos primitivos. Wittgenstein tiene la honestidad de señalar que, en cualquier caso, “algo hay” (Es gibt), algo que no puede ser manejado ni expresado en términos del saber científico. Es inefable (Unasusprechliches) pero ahí está. Es real. Se muestra a sí mismo (zeigt sich). Wittgenstein le llama lo místico “es ist das Mystische”, nosotros lo denominaremos “misterio” porque, además, ambos términos derivan del mismo sustantivo: mysterion.

Son misterios realidades como la familia, la felicidad, la muerte, el sufrimiento, el amor, la vida y su sentido. Aparecen en nuestro horizonte vital, son realidades que se nos muestran (zeigen sich uns, diría Wittgenstein). Son fuente de problemas pero no son problemas. La familia genera el problema de la vivienda, del trabajo, etc pero la familia es otro tipo de asunto: aunque resolviésemos todos esos problemas, que diría Wittgenstein, aún no habríamos rozado el misterio de la realidad familiar.

Llamemos “misterio” a eso que se nos muestra y que no es problema. Tampoco es algo irracional o absurdo. Confundir el misterio con lo absurdo es mala cosa, es un reductivismo que afirma que sólo es real lo que podemos encasillar en el marco del método científico. El misterio no es absurdo.

Somos seres pensantes y lo absurdo nos tira para atrás por irracional, por antihumano. Y nos hace mirar para otro lado. Lo misterioso es, por el contrario, profundamente humano. Nos seduce, nos atrae como una luz en la oscuridad. Pensemos en realidades tan misteriosas como amor, felicidad, amistad: ni son puras fantasía, ni son absurdas ni, por eso, nos repelen. Por el contrario, ojalá nuestra vida sea capaz de acoger esos misterios; entonces sería fecunda y luminosa, entonces tendría sentido.

Cuando decimos de alguien que es un misterio, queremos subrayar que no es previsible ni controlable. Ocurre que nos gusta tener el control, dominar la situación. Y eso pasa con los problemas, con los asuntos de que se ocupan las ciencias. Pero el misterio no se deja: nos supera. El misterio no puede ser disuelto ni resuelto, no se deshace por muchas vueltas que le demos.

No podemos con los misterios: los misterios pueden con nosotros. Y, por eso, ante los misterios el hombre tercamente dominador se siente impotente: ¿qué puedo resolver respeto a mi muerte, por ejemplo? Hacer testamento y dejar la casa recogida es lo que puedo hacer por los vivos pero frente a mi muerte nada puedo. Y así con todo misterio. No se trata sólo de que sea inevitable: también es inevitable que en invierno haga frio, pero puedo manejarlo; la muerte, no. El amor, la familia, la felicidad, tampoco puedo manejarlos: son misterios.

Normal, por eso, que el hombre haya tenido una relación con los misterios de tipo religioso o sagrado, es decir, reconociendo que son ámbitos que nos envuelven, nos superan y en los que nos movemos, existimos y somos. De hecho, la etimología apunta en esa dirección en cuanto que el sustantivo mysterion deriva del verbo múein, equiparable a “cerrar los ojos”, por lo que su significado sería equivalente a secreto o intimidad guardada; secreto que desde un comienzo hizo referencia al ámbito de lo sagrado, numinoso, religioso.

En nuestro mundo secularizado mantenemos la huella de este planteamiento cuando pretendemos averiguar el secreto de la felicidad, de la vida o de las otras realidades misteriosas.

El misterio alude a la hondura de la realidad que se nos muestra sin permitir que nos la apropiemos, que sigue siendo libre y grande tras entregársenos y ser recibida por nosotros gracias a nuestra apertura, para “dejar ser al ser”, para captar la realidad que se nos manifiesta, para escuchar con atención qué pasos debo dar para que mi vida tenga sentido, para escuchar con atención cómo debo tratarme con los miembros de mi familia (homo homini res sacra, que diría el pensador cordobés).

Si los problemas ponen a prueba nuestra pericia (intelectual o práctica), los misterios aluden a nuestra capacidad de apertura (ante lo que nos supera) y escucha atenta (ante lo que es superior). Escuchar con atención, en latín, se dice ob-audire que da la palabra española obedecer. El misterio requiere nuestra obediencia. Sin degradarnos. Porque es superior. Porque marca el camino de nuestra plenitud.

 

Publicado en la revista Letras de Parnaso, nº 76, octubre 2022, pp. 22-23:

Enlace Revista (formato PDF para imprimir)

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https://www.calameo.com/read/000552592e6f153ed46fe

 

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