La vida no basta
A propósito de Luis Melián, Joaquín Bernal demandó a su
madre por haberle traído al mundo, Editores On Line Ediciones, Madrid, 2020.
Manuel Ballester
Se
publican tantos libros que es imposible leer ni una ínfima parte de ellos. Hace
falta un criterio de selección. Dice Nietzsche que los libros que vale la pena
leer son los que se han escrito con la sangre de sus autores. Con ese criterio
radical, porque es de Nietzsche y porque va a la raíz, podríamos aconsejar la
lectura del libro de Luis Melián.
El enfoque es original; el título, radical, contundente, claro: Joaquín Bernal demandó a su madre por haberle traído al mundo. El asunto es radical pero ¿está escrito con la sangre del autor? ¿habla de él o es un ejercicio retórico? Sea como fuere, el enigma del que se ocupa esta obra podría haberse enfocado como un ensayo; pero el autor decidió discurrir por los cauces de una novela.
Algo
diremos sobre Joaquín Bernal (y Luis Melián si es que, al final, no son lo
mismo), su vida, su familia, su perplejidad y su tiempo. Asunto tremendo que
anuncia el título de la obra. Pero no quisiera dejar pasar una mención al
estilo del escritor. Porque es singular, merece ser destacado y es posible que
en el fragor de la controversia pase desapercibido.
Luis es el alma del texto. Entiéndase alma tal como lo hace
Aristóteles: el alma es «en cierto sentido, todas las cosas» (he psiqué
ta onta pos esti onta, De Anima, 431b), se hace todo con todo
para comprenderlo y sentirlo todo. Luis, el autor, emplea con fluidez vocablos
campesinos para hablar de la tierra, y acompasa su texto a la actividad de la
abuela Ana en la cocina, y recita la emisión de la radio que la mujer lleva en
su bolsillo mientras limpia la casa, y reza con la oración en la que la mujer
vuelca su miedo y su esperanza, y usa el lenguaje jurídico para redactar la
demanda.
Aunque,
todo hay que decirlo, Luis se funde con las realidades que pone ante los ojos y
la inteligencia del lector. Se funde y las funde. Se hace campesino y mujer,
abogado y locutor, entrevistador y cada uno de los entrevistados.
Se
funde con esas realidades y esos mundos pero mantiene su carácter propio. Si
no, diría Aristóteles, el alma sería un mero receptáculo vacío, un museo de
objetos o un zoológico de vivientes. No. Luis acoge a su manera, ad modum
recipientis, y lleva las cosas a su ámbito peculiar y las hace hablar como
él quiere decirlas. Reduce así, por ejemplo, la poesía a prosa consiguiendo un
efecto fascinante; no me resisto a señalar dos momentos en que ocurre eso:
cuando María (la madre de Joaquín), recibe la notificación de que su hijo la ha
demandado pronuncia unas palabras entrecomilladas (pp. 88-89) que ciertos lectores
podrán reconocer como el Magnificat, lo mismo ocurre cuando el
entrecomillado reproduce en prosa prosaica el poema y villancico De una
Virgen hermosa de Lope de Vega (p. 46). Y yo, que no soy poeta ni hijo de
poeta, amplío la reducción para rendir tributo a la belleza con el verso de
Lope:
De
una Virgen hermosa
celos
tiene el sol,
porque
vio en sus brazos
otro
sol mayor.
Cuando
del Oriente
salió
el sol dorado,
y
otro sol helado
miró
tan ardiente,
quitó
de la frente
la
corona bella,
y a
los pies de la estrella
su
lumbre adoró,
porque
vio en sus brazos
otro
sol mayor.
«Hermosa
María,
dice
el sol vencido,
de
vos ha nacido
el
sol que podía
dar
al mundo el día
que
ha deseado».
Esto
dijo humillado
a
María el sol,
porque
vio en sus brazos
otro
sol mayor.
El
efecto de la reducción de la poesía a prosa que logra Luis Melián es
fascinante. Reduce también la ética al derecho (recoge ahí la tensión que
recorre Antígona, donde Creonte pretende reducir todo al
ámbito de la norma positiva mientras que Antígona le advierte que la sagrada Diké,
la justicia superior del divino arcanum naturae, nos trasciende).
El
estilo es minucioso, detallista, pero no barroco. Es prolijo sin aburrir.
Transmite, además, una regularidad en la narración que es un ritmo vital;
porque la vida es ritmo y hábito. Lo dice la sabiduría de la vida y lo dice por
boca del zorro al Principito: los hábitos son los ritmos que preparan el
corazón para la llegada del amigo. Y Melián pauta rítmicamente el corazón del
lector. Hay ritmos diarios para el desayuno y la limpieza, hay ritmos por
capítulos que alternan entrevistas de la radio, demandas judiciales y relatos
sencillos y solemnes. Porque los ritmos, como el ritmo cardiaco, son los
latidos de la vida.
Los
latidos y la vida se fusionan (si es que, al final, no son lo mismo) como los
ritmos vitales se fusionan con la vida, que es su sentido, su misterio, que es
uno de los nombres que usa lo sagrado cuando se pasea entre los hombres. Por
eso, si el autor de la demanda contra su madre no es un puro y simple necio,
será algo radical, muy del agrado de Nietzsche, por tanto.
Hasta
aquí hemos hecho hincapié en el estilo, la forma y el alma de la novela.
Añadamos ahora unas líneas sobre el contenido.
Radical
es lo que surge de la raíz, misteriosamente, como toda vida que brota a partir
de algo. Por eso Joaquín es presentado con unos rasgos que, de un modo cada vez
más patente, recuerdan “a alguien”. Porque Joaquín tiene madre (María) pero no
un padre identificable, nace para cumplir con el destino de su estirpe (como si
la genealogía fuese más importante y radical que el destino del individuo),
viene al mundo en la fecha altamente significativa del 24 diciembre (p.
46), llama “Mujer” a su madre (p. 52), a los doce años se va de casa porque ha
de ocuparse de las cosas de su madre (p. 54), sus vecinos intentan
despeñarlo «pero Joaquín, pasando por medio de ellos, siguió su camino» (p.
79), se retira para prepararse de modo que pueda «hablarles con autoridad», (p.
79). Y en una serie de sábados sucesivos les cuenta un conjunto de relatos en
los que los oyentes (entre ellos, de modo privilegiado, niños) «cada vez más,
reconocían el mundo en el que vivían», (p. 86). Los relatos incorporan siempre
una inundación que anega el mundo y de la que algunos son salvados, elegidos
para que la humanidad siga adelante. Son: la historia del arca de Noé (pp.
82-87), el diluvio babilónico de Gilgamesh (p. 122ss), los maoríes de Nueva
Zelanda sobre el diluvio (149ss), una historia de México (pp. 172ss) y, la
última, de los masais (pp. 203ss). El diluvio podría ser un accidente natural,
pero podría ser también ejecución de la sentencia del alto tribunal divino (Diké,
diría Antígona) que condena y castiga salvando y restituyendo a quienes elige.
Joaquín
es engendrado para ser heredero de un buen patrimonio, goza de buena salud y
crianza, una buena vida. Siendo niño encuentra un pajarillo al que hace objeto
de sus desvelos. Lo abriga, le busca alimento… en una palabra que no es nada
baladí: lo cuida. El cuidado es, diría Heidegger, la estructura básica del Dasein,
del hombre, del individuo, de la persona. El hombre está ahí (Da sein) para
cuidar, para ser pastor del ser, para dejar ser al ser, para permitir que las
cosas sean lo que son; por eso Joaquín busca gusanos para su pajarillo: para
que llegue a ser un gorrión adulto. Por eso, también, cuando el ave muere, el
mundo de Joaquín entra en crisis. Si el hombre es su acción, si somos lo que
hacemos, y ya no hay nadie a quien cuidar, Joaquín queda como vacío de sentido.
Podría caer, seguimos con Heidegger, en una existencia inauténtica, rutinaria,
como todo el mundo (el sujeto que vive una vida que es la de cualquiera, que
hace lo que cualquier otro haría en su lugar: Das Man).
Joaquín,
por el contrario, cuestiona su estatuto de actor de una vida cuyo guion no ha
escrito. Se encuentra en el gran teatro del mundo, se halla actor sin su
consentimiento. Actúa, vive, pero no lo ha elegido. Ha sido su madre quien le
ha forzado a ello.
La
imagen, la idea, del teatro no es nueva. Lo que es nuevo es nuestro mundo y «el
joven Joaquín Bernal es producto de su época, y el tiempo histórico en el que
le ha tocado vivir ha hecho que un hijo llegue a pensar que demandar a su madre
por haberle traído al mundo entra en las reglas de juego» (p. 212). Tras el
nihilismo y postmodernidad; tras la crisis de metarrelatos y en tiempos de la
postverdad, no sorprende la actitud de Joaquín; es más, es ese mundo que bebe
de Nietzsche y vive la derrota del pensamiento el que hace posible esta nueva
actitud.
Entre
los personajes entrevistados en la radio, desfila el argumentario de un ilustre
jesuita y biólogo. Empeñado en que quede clara la doctrina, siempre ad modum
recipientis. Porque el buen sacerdote podría haber señalado lo que es
creencia y es verdad: que la madre es procreadora, no autora en solitario o
creadora. En la doctrina católica que este buen religioso debe conocer se
acostumbra a señalar que Dios se complace en cooperar con los hombres para
hacer grandes cosas: hacer llenar tinajas de agua para sacar vino, pide pan y
peces para saciar multitudes. Podría hacerlo con su solo poder, obviamente.
Pero así permite que los hombres cooperen en la mejora del mundo y de sí
mismos. Podría sacar hijos de Adán de debajo de las piedras, pero acostumbra
apoyarse en los padres y así los hace pro-creadores y hace llegar vida, amor y
destino a través de los padres, arraigando la procreación en la creación para
reproducir el misterio en el que nos movemos, existimos y somos. Podría Joaquín
haber sido más radical y haber dirigido su demanda contra la fuente del ser y
de la vida. Podría haber sido radicalmente más que moderno, postmoderno.
La
novela plantea la situación que puso en escena Pirandello (Sei personaggi in cerca d'autore, 1921) los personajes emancipados del autor y,
por tanto, del plan general de la obra o, lo que es lo mismo, los personajes
ignorantes del sentido de su acción. Porque el autor es el creador o, lo que es
lo mismo, el que dota de vida, sentido y destino a los personajes.
Quizá
la postmodernidad aspira a la ruptura: o autor o nada. Quizá, por eso, Joaquín
Bernal nace en el sureste español pero vive en cualquier parte.
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