lunes, 2 de octubre de 2023

El hombre y el tiempo

 



El hombre y el tiempo

 

A propósito de Giménez Gracia, F., El fulgor del bronce. Literatura antigua y progreso moral, Reino de Cordelia, Madrid, 2022.

 

 

Manuel Ballester

 

 

El fulgor del bronce es una maravilla. Para disfrutar y aprender. Por lo que dice y por cómo lo dice, que al autor se le nota oficio e ingenio, fina inteligencia y bonhomía afable, virtudes éticas y dianoéticas. Un lujo, en suma.

El subtítulo fija el objetivo de la obra: «señalar el fulgor de la modernidad ética entre las líneas de bronce de la literatura antigua» (162-163), que es otro modo de decir que pretende visitar los clásicos, los que han contribuido a plantear las cuestiones básicas que nos constituyen en lo que somos.

No se trata de un mero pasatiempo. La visita tiene un objetivo: mostrar que las grandes obras de la humanidad desbordan a sus autores. En Homero o Aristóteles hay mucho del hombre griego, pero, como son grandes, hay más: «tenemos buenas razones para sorprendernos éticamente frente al descaro con que algunas ideas modernas se asoman desde ciertos textos de la Antigüedad» (12).

Homero es desbordado por la Ilíada. Muestra Giménez Gracia de un modo magnífico y tremendamente emotivo cómo Aquiles “sucumbe” ante el anciano Príamo. Detengámonos un instante en este punto.

Aquiles es pintado como un héroe invulnerable (salvo en el célebre talón). Su intervención en la batalla es temible. Su ira, su hybris, sus excesos, propios de un cafre sin medida. Ser invulnerable, inmortal, está muy bien para entrar en combate, pero ocurre que los seres humanos somos vulnerables y mortales o, por decirlo de otro modo, Aquiles es inhumano. Patroclo, el amigo querido de Aquiles, es lo que le hace humano: porque todo hombre (sea griego o moderno) es vulnerable en aquello y en aquellos que ama. El amor (y la amistad es un tipo de amor) nos hace accesibles al dolor, al sufrimiento; nos hace vulnerables.

Aquiles es alcanzado por el anciano Príamo que no viene a enfrentar sus armas. Príamo es anciano, ha perdido a los que ama. Príamo muestra abiertamente su vulnerabilidad, su llanto, su humanidad. Y ahí se encuentra con Aquiles, en un pasaje maravillosamente narrado por Giménez Gracia. Y ahí Príamo, Aquiles, Homero y Giménez Gracia superan sus límites y su tiempo: unos superan ese modo de ser hombre que cuaja en Grecia, y Giménez Gracia supera esa limitada concreción de la humanidad que es lo moderno.

El hombre moderno pretende, como hace Comte, que ha habido una serie de etapas, de fases de desarrollo humano y él, el moderno, es lo mejor, el último logro en el devenir del Espíritu. Así, por ejemplo, entiende que el modo lógico, racional, es posterior y superior a otros modos de entender el mundo y la vida. En filosofía esto se expresa diciendo que hay un “paso del mito al logos”: la visión mítica de los antiguos sería sustituida-superada por la visión lógica propia de Sócrates en adelante, al menos. No se entiende entonces que Platón elabore abundantes mitos; no se entiende que Aristóteles diga que el filo-sofo, al final, acaba siendo un filo-mitos.

Y la modernidad en la que estamos que, programáticamente, ha excluido-superado los mitos, se construye sobre mitos. Señalemos dos: el mito del progreso y el mito del individuo (mito fecundo sobre el que se construye la idea moderna de democracia liberal, por ejemplo).

El progreso es un mito. Y un mito que se ha demostrado falso. Eso dificulta entender lo que se sale del cauce previsto por la idea de progreso. Un ejemplo que divertirá (que de eso se trata) a nuestro autor. Llama la atención la coincidencia casi literal entre este texto: “A veces me asombra que a la Iglesia le haya llevado tanto tiempo condenar contundentemente la esclavitud” (Papa Francisco, Fratelli tutti, 86) y este otro: “cabría esperar que las condiciones […] de los esclavos hubiera mejorado a partir del momento en que el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio” (p. 160). Ambos Franciscos, el papa y el filósofo, son hombres modernos y ambos se extrañan de que ese asunto no haya progresado adecuadamente. A ver si no era por ahí. Cuando compara la religión griega y la judía con otras, no habla de progreso, desborda el enfoque moderno y habla claramente de “superioridad moral porque no sacrifican hombres” (p. 81). Superioridad puede venir después o antes, porque no siempre hay progreso: hay también decadencia.

“Nuestra venerada y denostada Biblia judía y cristiana, no podía faltar” (p. 149) y la obra dedica un capítulo al cristianismo. Al tratar de Grecia, el autor supo mostrar que para los griegos la verdad se dice a-letheia, des-velamiento. Porque los hombres cubrimos la realidad (la interpretamos, la revestimos de significados, que diría Rilke) y nos olvidamos de que lo hemos hecho. Así, la verdad se nos hace presente cuando despojamos la realidad de todo lo que impide verla en su prístina desnudez. Desde esta perspectiva, la obra está a punto de des-cubrir que cuando el texto bíblico invita a ser “pobre de espíritu” está diciendo lo mismo: hay que des-pojarse de todo lo que “cubre y oculta” lo que realmente somos. Así coincide la a-leteia griega y la pobreza de espíritu cristiana porque ambas apuntan no a una configuración parcial (griego-moderno) sino a lo esencialmente humano, universal (que, en griego, se dice “católico). Y el autor entiende que, finalmente, el modelo cristiano se parece a “un grupo de niños cantando villancicos en una parroquia de barrio” (nueva sonrisa ante la coincidencia del Papa y el filósofo).

Los lectores judíos de la Biblia no cantan villancicos. Leen, discuten, argumentan y refutan. Cuenta Giménez Gracia una sesión del Sanedrín en la que Dios hace diversos milagros y los sabios van refutando a Dios punto por punto. Dios, que lo es de la sabiduría y de la gracia, se ríe y exclama: “mis hijos me han vencido”.

Los hombres adultos que se reúnen a discutir (incluso con Dios, si hace falta) son una encarnación del hombre muy grata a la visión del hombre como ser racional. Visión moderna donde las haya. Téngase en cuenta que Aristóteles, un griego, no concebía al hombre como un ser racional; su idea de hombre era claramente superior: inteligencia deseante o deseo inteligente, que tanto monta y si falta algún aspecto tenemos un hombre deforme, sea griego o moderno.

Los grandes libros, las ideas de los grandes hombres, tienen que pagar tributo a su tiempo (veritas filia temporis, que diría Aulo Gelio) pero eso las hace caducas, vulnerables, humanas. Pero son clásicos porque superan su tiempo, porque expresan lo que corresponde al hombre en plenitud, y eso las hace inmortales. Algo de esto le entiendo a Kierkegaard cuando dice que es cierto que hemos de morir, pero es más cierto aún que somos inmortales.

El fulgor del bronce acoge la parte luminosa de la modernidad pero supera su tiempo y rastrea esa grandeza entre deliciosos capítulos dedicados a los Ronin o los vikingos, por ejemplo. Es, por terminar, como los buenos vinos, que mejoran con el tiempo. Mi consejo es que lo lean, verán que merece una segunda lectura.


Publicado en Letras de Parnaso, Año VIII (II Etapa), Octubre 2023, nº 82, pp. 58-59.

Formato pdf:

 

http://www.los4murosdejpellicer.com/EdicionesyPortadasPD/Edicion%2082%C2%A9.pdf  

 

 

Formato libro:

https://www.calameo.com/read/000552592390e1958a592 

 


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