sábado, 19 de enero de 2013

Prólogo a Léon BLOY, Cartas a mi novia



Prólogo a Léon Bloy, Cartas a mi novia, Ed. Nuevo Inicio, Granada, 2008. Introducción, traducción y notas de Manuel Ballester.



El Paraíso. Algunos piensan que no se ha perdido. Que toda la maldad de las criaturas no es capaz de estropear esa primorosa creación del Amor.


Hemos perdido, eso sí, la capacidad de verlo.

Está ahí, en él nos movemos, pero la vista está ordinariamente incapacitada para descubrirlo.

¿Qué nos lleva a acercarnos a la lectura de un epistolario amoroso? Hay momentos en que nuestra existencia recobra su prístino vigor y entonces tocamos el Absoluto, entonces sentimos que hemos vuelto a casa, que es este el lugar que nos corresponde, entonces somos capaces de ver el paraíso.

Eso es el amor. Quien lo probó, lo sabe. Pero no todos son capaces de expresar lo que saben. Se requiere dedicación y talento. De ahí que esperemos encontrar en las cartas de amor escritas por un artista la expresión cabal de lo que nosotros hemos sentido. Una ayuda, eficaz guía, para recordar y revivir. Para pasar por el corazón y henchirlo de esperanza con el recuerdo y la contemplación del paraíso.

Durante el noviazgo ¡Qué cosas se dicen! ¡Qué promesas!

Ardientes. Sinceras. Maravillosos proyectos de un futuro juntos, de una entrega esforzada y generosa para hacer feliz al otro. Y tantas otras cosas… Bloy y su novia vivieron juntos 27 años. Cuatro años después de su muerte, se publican (en 1921) por primera vez estas Cartas. Y entonces la destinataria pudo escribir, refiriéndose a Bloy, que “en ningún momento de nuestra vida fue desmentida su gran bondad”. Da la impresión de que Bloy supo mantenerse toda su vida en ese plano, profundo, superior, de la existencia.

Un hombre excepcional, en eso coinciden todos: sus amigos y sus detractores. La potencia extraordinaria de su estilo, la fuerza con que resuena su prosa (que en ocasiones recuerda a Nietzsche) no es la única causa de que el descubrimiento de Bloy sea un acontecimiento memorable en la vida de un verdadero lector. Quienes se acerquen por primera vez a este autor a través de estas cartas se sentirán, sin duda, vapuleados. En Bloy hay pasajes que enamoran y textos que repugnan; no hay término medio para quien pretende escribir desde lo Absoluto. Ante Bloy no cabe la indiferencia.

Bloy vive, en efecto, en el Absoluto. Pero también en el Amor. Esa es la atmósfera que respira y la que difunde a su alrededor, entre sus contemporáneos, en sus escritos. Quizá por eso estuvo siempre más acompañado por Dios que por los hombres. Sus palabras ardientes parece que le fueran dictadas, dan la sensación de descender, de venir desde arriba y caer a plomo.

No es un autor fácil. No es una personalidad del montón. Por eso, cuando encuentra en Jeanne Molbech una mujer que lo comprende, vierte en ella el denso contenido de su alma. Con un ritmo creciente del que las cartas son testigo. Y nosotros somos testigos del progresivo desvelarse de la relación entre ambos seres destinados a entenderse. Llamados a compartir la vida, a hacer frente a las dificultades, a caminar al unísono por el paraíso que les está destinado y que sólo verán si suman sus fuerzas en el ambiente de un amor correspondido. La hondura espiritual de Jeanne ha de ser, naturalmente, una réplica adecuada a la de su enamorado.

Destinados el uno para el otro. No hay casualidades. Destino es uno de los nombres de la providencia. Por eso, el día que Jeanne Molbech (una danesa que, casualmente, estaba pasando una temporada en París) se encontró con León Bloy cuando éste volvía del entierro de un amigo querido, el curso de la vida de ambos cambió para siempre. No hay casualidades. Dios, o el destino —dice Aristóteles—, es un excelente piloto; la providencia divina, o el destino —dice Bloy—, no se equivoca.

León Bloy (1846-1917), hijo de un ateo volteriano y de una madre española de honda religiosidad, perdió muy pronto la fe. No obstante, el círculo de jóvenes que se formó en torno al escritor Jules Barbey d’Aurevilly facilitó su conversión en la que profundizaría el resto de su vida. Barbey murió el 23 de abril de 1889, seis meses antes del encuentro entre Jeanne y Bloy, el día que venía del entierro de Villiers de l’Isle Adam, otro amigo entrañable. Por eso señala Jeanne que conoció a Bloy “bajo la sombra de la muerte”. Otro de aquellos jóvenes que frecuentaban a Barbey era François Copée, en cuya casa se hospedaba Jeanne. No hay casualidades.

En las Cartas aparecen referencias a algunas obras de Bloy. Algunas ya publicadas, otras como proyecto. Entre las primeras destaca El desesperado. Había aparecido en 1886 y Bloy regaló un ejemplar, con la siguiente dedicatoria: “A la señorita Johanna Molbech, homenaje respetuoso del autor”. Novela tremenda, apocalíptica… autobiográfica. Cuando se vive en el Absoluto y en el Amor, no sólo se ve el paraíso. Bloy remite a Jeanne a algunos pasajes de esa obra para ejemplificar rasgos de su carácter, de su modo de ser y de ver las cosas, de los proyectos, esperanzas y desilusiones de ese hombre que es él, y que ella ha de comprender para que se cumpla la unión a que están destinados.

El varón y la mujer. Bloy subraya vigorosamente las constitutivas diferencias de ambos: cada uno aporta algo de lo que el otro carece, que necesita y espera… y a lo que tiene derecho, aunque el amor es entrega sin esperar nada a cambio, sin reivindicar derechos. Pero si no se da lo que el otro necesita, se le hace un fraude y ya no es posible ver el paraíso.

Es fácil no entender lo que Bloy dice, en especial, sobre la mujer. Es fácil equivocar el enfoque. En su Diario (una de sus obras maestras, no sólo desde el punto de vista literario) fustiga “el desprecio contra la mujer como algo profundamente característico del hombre mediocre”. Al explicar su idea de la mujer (el varón había quedado delineado en El desesperado) traza el plan de trabajo de una obra que aparecerá en 1897. Aquí declara su idea de titularla La prostituta; así, el “desesperado” y la “prostituta” se constituyen en el complemento, en la exposición conjunta de lo que Bloy piensa sobre el varón y la mujer.

El título con que aparecerá no será La prostituta, sino La mujer pobre. La impresión que esta obra produjo en los lectores fue tremenda. No me resisto a recoger un par de testimonios al respecto: de Maritain y de Maeterlinck.

Tras su lectura, Maurice Maeterlinck dirigió a Bloy la siguiente carta:


“Señor,
acabo de leer La mujer pobre. Es, a mi juicio, la única obra de nuestros días donde hay señales de genio, si por tal han de entenderse ciertos destellos en profundidad que vinculan lo que se ve con lo que no se ve y lo que no se comprende todavía con lo que algún día se comprenderá. Considerada en un sentido puramente humano, se piensa involuntariamente en el Rey Lear, sin encontrarse otros puntos de referencia en las literaturas.
Crea, señor, en mi profunda admiración”.


Por su parte, la conversión de los Maritain al catolicismo se debe fundamentalmente al encuentro con León Bloy. Leyeron La mujer pobre, y quedaron profundamente impactados. Lo recuerdan así: “procuramos y leímos inmediatamente esta extraña novela, que no se parecía a ninguna otra novela. Por primera vez nos encontramos ante la realidad del cristianismo”.

La mujer pobre trata, como queda dicho, de la mujer. Y del papel de la mujer en la vida del varón. Y de la actitud de ambos ante Dios. Pero también del arte. Y, con ello volvemos a la realidad, a la verdadera: regresamos al paraíso. La realidad es punto de partida para el artista: no modelo, sino imagen que necesita una exégesis para llegar a la autentica realidad que hay tras ella.

Hay una cuestión que transita la obra de Bloy de arriba abajo: el horror por el burgués. Su amigo Villiers calificó al burgués como asesino de cisnes; Bloy le dedicó otra obra deliciosa: Exégesis de lugares comunes en la que lleva a cabo un análisis de las “frases hechas” con el tronante estilo que le caracteriza, no exento de humor, como cuando señala cómo interpreta el burgués la frase del evangelio “es más difícil a un rico entrar en el reino de los cielos que a un camello pasar por el ojo de una aguja”. Eso, piensa el burgués, es problema del camello, pues el burgués no necesita entrar: se sabe instalado en el cielo ya en esta vida.

El burgués es el hombre en el que la inquietud, espiritual o simplemente intelectual, brilla por su ausencia. Frente a él, Bloy piensa que el hombre y la mujer están abocados a las profundidades, que son ellos mismos un abismo y lo saben. El desesperado había desarrollado este aspecto del varón y el doble abismo que lo reclama. En las Cartas anticipa lo relativo a la mujer, llamada por los abismos de la santidad y la prostitución.

Y Bloy advierte que sería no entenderle pensar que cuando habla de “prostituta” se refiere a la pobre mujer obligada a ceder su cuerpo a la lujuria. La prostitución de la que él habla es más profunda… En las Cartas lo explica a Jeanne, en La mujer pobre, a todos los lectores… excepto al burgués porque cree haberlo entendido ya.

*          *          *

Termino con unas breves notas de traductor.

Bloy usa alguna vez, muy pocas, frases en latín. He optado por traducirlas en nota, salvo cuando él mismo las traduce y comenta.

Por otra parte, es sabido que el idioma francés hace un uso del “usted” más amplio que el castellano. Sería impensable, en español, que dos novios se hablen de “usted”. Yo he respetado el “usted”, pues hay un momento de la correspondencia en que se produce la transición al “tú”, y se perdería este matiz de mayor cercanía, afecto e intimidad. Hay, incluso, una carta en la que distintos asuntos son abordados con pronombres distintos.

Por último, también habla a Dios de “usted”. El castellano actual refuerza con el tú dirigido a Dios la confianza y proximidad, usa el mismo lenguaje con que los niños actuales hablan a sus padres; por eso, siempre he traducido por “Tú”.



Manuel Ballester
Agosto 2007

 

2 comentarios:

  1. Después de leer este prólogo, no tengo más remedio que buscar el libro y leérmelo. Sólo un libro superior es digno de un prólogo como éste.
    Gracias.

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  2. Coincido contigo por lo que respecta al libro de Bloy.
    Buena lectura.

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