Comefuego era buena persona. Por eso,
«cuando vio delante de sí a Pinocho […] empezó a conmoverse
y apiadarse de él».
Quedó indicado que los sentimientos son respuestas de
nuestro modo de ser ante algo que ocurre. En cuanto que constituyen el modo en
que experimentamos algo, son inevitables, es decir, involuntarios. Pero
conviene recordar que la voluntariedad y su correlato, la razón, son lo que nos
constituye en quienes somos.
Obsérvese, en ese sentido, la diferencia entre Arlequín y
Pinocho. Ante la misma circunstancia: Comefuego dice que Pinocho ha de arder
para alimentar su fuego y, después, que es Arlequín quien debe quemarse. ¿Qué
siente cada uno? Es lo mismo (arder en la hoguera), pero no les afecta del
mismo modo porque ellos son muy diferentes. Arlequín no es más que un títere:
sabe cuál es su destino, sólo es cuestión de tiempo; por eso siente espanto,
pero no protesta, no intenta escapar a la necesidad. Pinocho protesta, pide
ayuda, suplica clemencia, intenta salvarse. Pinocho no es sólo un títere. Puede
ser un hombre y, por eso, siente de otro modo. El sentimiento es distinto y la
emoción que le lleva a resistirse es lo que lo salva. Ambos se salvan, de
momento. Pero no es lo mismo. Pinocho se salva, Arlequín es salvado. Comefuego reconoce
la diferencia desde el principio. Por eso, Arlequín es indultado, pero sólo por
esta noche.
Los sentimientos están, pues, estrechamente ligados a la
individualidad, a la personal singularidad de cada uno. Muestran lo que somos.
Pero ocurre que somos seres racionales, que podemos captar la realidad como
maese Cereza o como maese Geppetto. Maese Cereza sólo ve los aspectos más
pobres de la realidad, se queda en la dimensión (real, ya lo dijimos)
utilitaria, de corto plazo. Siente miedo ante lo maravilloso. Lo maravilloso es
ajeno a su modo de ser, a su naturaleza, y como «nada teme más el hombre que
ser tocado por lo desconocido» (E. Canetti, Masa
y poder), no puede evitar sentir temor. Geppetto siente alegría ante la
expectativa del “muñeco maravilloso” que va a fabricar, siente tristeza ante la
insolencia de Pinocho, siente dolor ante sus primeras trastadas, pero no se
abandona a los sentimientos sino que, como hombre que es, usa su razón y su
voluntad para construir su vida. Sabe qué ha de hacer con lo que siente, sabe
cómo tratar con la realidad para hacerla mejor que es, en definitiva, el modo
en que nos hacemos mejores.
Por eso, el sentimentalismo moderno, «el vergonzoso
reblandecimiento moderno de los sentimientos» (Nietzsche, La genealogía de
la moral), es una enorme
distorsión de lo que significa ser persona.
Hay un tipo de seres para los que los sentimientos sí son
pautas certeras de acción. Son los animales. Su vida sentimental no es nada
laberíntica sino que, por el contrario, es muy simple: todos los machos
experimentan los mismos sentimientos ante la hembra en celo, todos los miembros
de una especie experimentan atracción y repulsión ante los mismos estímulos.
Por eso la vida sentimental de los animales es certera, rica y, realmente, lo
único que tienen para guiar su acción.
De modo que cuando se pretende que el hombre se guíe por sus
sentimientos, se está postulando que se convierta en un animal. Pero no somos
animales. Somos mejores o somos peores, pero nunca simples animales. Hay, de
hecho, un fenómeno, un agregado de hombres cuyo comportamiento se asemeja a los
animales. Se trata de las masas, en cuyo interior «reina la igualdad… absoluta
e indiscutible» hasta el punto de «que se podría definir el estado de la masa
directamente como un estado de absoluta igualdad», por eso se parece a la
manada, a la horda, a la muta, y «necesita una dirección. Está en movimiento y
se mueve hacia algo. La dirección, que es común a todos los componentes,
intensifica el sentimiento de igualdad. Una meta, que está fuera de cada uno y
que coincide en todos, sumerge las metas privadas, desiguales, que serían la
muerte de la masa» (Canetti, Masa y poder).
El hombre-masa es indudablemente un producto típicamente
moderno. El gran antagonista de la modernidad que es Nietzsche advierte
claramente de este peligro cuando afirma: «Los rebaños no son nada bueno,
aunque te sigan a ti» (La hora del gran desprecio). Es verdad que sentir y actuar como los demás es más seguro, es
más cómodo, pero tiene un precio: «¿Quieres una vida fácil?
Entonces quédate siempre con el rebaño y olvídate de ti mismo en el rebaño» (La
hora del gran desprecio), ceder la dirección de la
propia vida a
la masa, a los creadores de opinión, a quienes manipulan. Que es lo mismo que renunciar a ser persona, que negarse a ver la
realidad y vivir la vida desde la altura de la propia experiencia, desde la
profundidad de nuestro pensamiento.
Masas son el público del capítulo anterior, y también los
títeres que celebran la fiesta tras el perdón de Arlequín. Ambos se parecen
porque en su seno se disuelven “las metas privadas”, las particularidades, son
hombres sin nombre. Por eso las masas son tan manejables, como el público, como
los títeres. Por eso, el objetivo de las ideologías totalitarias es el
igualitarismo masificador a través de la propaganda difundida por los medios de
comunicación o el sistema educativo igualitario.
Tras sentir, el sentimiento se expresa. La manifestación
externa (llorar, reír, “desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno,
liberal, esquivo, alentado…”) supone la conexión de lo interno y lo externo
porque hay una afectación del hombre en su totalidad y si no hubiese una
conmoción corpórea faltaría algo (al fin, “quien lo probó, lo sabe”).
Entre las peculiaridades de Comefuego se cuenta el modo de
expresar la compasión, mediante un estornudo. No es el modo habitual. Pero
quienes lo conocen, interpretan correctamente el significado. De ahí que
Arlequín le diga a Pinocho:
«El titiritero ha estornudado y eso es señal de que ha
tenido compasión de ti; ya estás a salvo».
Cuando el sentimiento se expresa, permite que los demás nos
conozcan como somos. Comefuego está rodeado de títeres, es titiritero y tuerce,
reprime, la expresión habitual del sentimiento de compasión porque quiere ser
visto como titiritero, como el jefe, dueño de los títeres. Esa ternura que
realmente posee quizá dificulte la función que le es propia y quizá por eso
modifique la expresión. En cualquier caso, quienes están cerca no se dejan
engañar.
Quede señalado que controlar los sentimientos es distinto de
reprimirlos. Es muy conveniente, necesario incluso, dejar fluir los
sentimientos, ser consciente de qué sentimientos experimentamos y, para eso,
hay que permitir que se manifiesten o, dicho de otro modo, no hay que
reprimirlos. Pero, a diferencia de lo que ocurre en los animales, en los seres
humanos los sentimientos no tienen la última palabra: indican, lo hemos visto,
cómo somos. Si los sentimientos nos informan de que nuestro modo de ser
necesita atención, cuidado y mejora, no basta con sentir, hay que actuar para
ser mejor persona. No vamos a entrar en el mundo de la represión de los
sentimientos, del engaño a los demás y a sí mismo que podría enfocarse desde
estos parámetros. Se haría excesivamente larga esta entrada y, sobre todo,
tiempo habrá más adelante.
Ya sabemos que Comefuego es buena persona. Y que Pinocho ha
recobrado el camino perdido, que ha asumido nuevamente su vida como una tarea.
Pero en el gran teatro de títeres sólo hay lugar para los títeres, el
titiritero y el público.
Tras la fiesta, ¿qué hará Pinocho? Ahora sí, ahora (oggi) toca celebrar; mañana (domani) quizá haya que retomar el
camino.
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