sábado, 1 de marzo de 2014

¡Por Manitú!



¡Por Manitú!




Manuel Ballester


Cuando éramos niños y no estaba claro cuál era el material de que estábamos hechos, nos planteábamos qué seríamos de mayores. Algunos chiquillos parecían tener pasta de pirata o madera de futbolista. Y no es cosa de risa porque esa madera se cotiza hoy tanto o más que el oro. Y de los piratas, para qué hablar.

¿Y los políticos? ¿De qué pasta estarán hechos? Digo yo que ahora que sabemos hasta la materia de que están hechos los sueños, esto tiene que estar ya bien averiguado. No todo va a ser como la fórmula de la Coca-Cola.


 Algunos pensarán que el político de raza está hecho de noble material; otros que de puro cuajo, que también podría ser.

Los tipos puros son escasos. La mayoría de la gente es una mezcla en la que uno de los elementos destaca, da la cara, domina y constituye el carácter de la persona. Por eso hay que fijarse en los comportamientos, dichos y hechos. Parece fácil: observamos al político en acción y, a partir de ahí, deducimos. No obstante, desde que Fukuyama sentenció el final de la política como ideología, la cosa se ha complicado.

Antes de Fukuyama la cosa era sencilla. El político se comprometía con unas ideas e intentaba concitar el apoyo de otros para configurar la sociedad de acuerdo con su ideología.

Y ahí tenemos un criterio. El político en campaña hace promesas, propone una línea a seguir y se le vota. Si lo cumple, bien; si no lo hace, traiciona los valores y principios junto a sus ingenuos votantes. Cabe, eso sí, el consuelo de increpar al traidor y no votarle más.

Así, por ejemplo, cuando con la añagaza de haberse mantenido honrada durante cien años, la progresía de antaño nos coló en la Otan, tuvo que escuchar aquello de “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente. Cuervo ingenuo no fumar la pipa de la paz con tú, ¡Por Manitú!”. Alguna estrofa podría haber añadido recientemente sobre la cuestión de los impuestos, pero no todo va a ser cantar, que diría Krahe. Recordarán cómo el Psoe, ahí sí fiel a su ideología, se apresuró a censurar a semejante ultraderechista recalcitrante, por cuervo y por ingenuo.

Sea como fuere, eso tiene la política como ideología: que te pueden reclamar que cumplas con el programa. Y quizá partidos como UPyD o Vox respondan precisamente a este tipo de concepción de la política, a la percepción de que el partido matriz no está cumpliendo. Y estos políticos disidentes intentan enderezar lo que se ha torcido o, lo que es lo mismo, de volver a poner en valor la ideología que impulsaba a los partidos originales y que, a su modo de ver, se ha perdido.

Pero ya digo que de la política como ideología se está pasando, según Fukuyama, a la política como una actividad más cercana, menos viciada por la ideología, menos contaminada por esos prejuicios que tensan el ambiente. No, ahora la política es cuestión de confianza, no cuestión de ideas. Estos políticos de ahora casi, casi, recuerdan a aquel gallego que decía afectuosamente: “Haga como yo, no se meta en política” o, ahora que desde educación patrocinan bilingüismo, parto sin dolor y felicidad sin esfuerzo y a las claras, sin índices correctores: Don't worry, be happy!

De la ideología a la confianza, el deslizamiento puede parecer sutil. Porque, a fin de cuentas, uno puede confiar en que el candidato intentará cumplir con la ideología que su partido dice sustentar. Pero no, no es lo mismo. La diferencia es importante.

Para no herir susceptibilidades patrias, fijémonos en Hollande diciendo que, por favor, guardemos las formas: los asuntos privados deben permanecer privados. Porque bien está que trajinemos la actividad pública del político pero, parafraseando a Krahe, les affaires privés son otro cantar.

En la política como confianza, esta es la cuestión: los affaires del político ¿son, de verdad, otro cantar? Si la política es una cuestión ideológica, entonces sus affaires son suyos y de aquellos con quien tenga a bien compartirlos.

Ahora bien, si lo que el político pretende es ganar nuestra confianza, entonces (le) interesa mucho, como a la mismísima mujer del Cesar, parecer de fiar. Y por eso Hollande quiere privar a sus votantes del conocimiento de sus affaires porque le interesa mucho gestionar su imagen, aparecer ante sus votantes como él quiere ser visto y no como es. Y es que algún votante podría pensar que si Monsieur le président ha tenido a bien engañar a su mujer (a la que alguna vez habrá querido), ¿qué le impide engañarme a mí, al que ni siquiera conoce? Y entonces, ¿cómo pretende ganar mi confianza, cómo pretende que le vote?

Y ahí andamos, al filo del cambio de paradigma. Si nos aferramos a las viejas ideologías, habrá que pedir “programa, programa, programa” y que quien ha llegado al gobierno con unas ideas, luego no se desdiga alegremente. Porque en esa concepción de la política, el votante elige ideas, no personas. Si no se trata ya de ideologías, entonces el político ha de protegerse de la mauvaise réputation, que dirían Brassens y la mujer del César. Porque en esta nueva concepción de la política, se eligen personas, gentes en las que uno confía.


Si de generar confianza se trata no hay que olvidar que el mejor modo de fracasar es intentar contentar a todo el mundo. Y eso es otro modo de decir que conviene ser transparente, sin affaires privés, ni cadáveres en el armario porque, al decir de Kierkegaard, “cuando un hombre teme la transparencia, huye siempre de lo ético que, en realidad, no requiere otra cosa.


Publicado en La opinión el 12/02/2014:
https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2014/02/12/manitu-32427620.html

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