Gilgamesh se va de fiesta
Manuel
Ballester
Cuando Napoleón regresó de
su exilio en la isla de Elba desembarcó en una Francia hostil. Todo un ejército
se disponía a apresar a un hombre prácticamente solo. Bastó una mirada a los
generales que habían jurado detenerlo para que todos se le sometiesen.
Con este hecho ilustra
Gustave Le Bon el apartado que en su libro Psicología
de las masas dedica a estudiar uno de los medios para guiar a las masas. Se
trata del prestigio.
Las multitudes, sostiene
Le Bon, no pueden ser convencidas mediante razonamientos, sencillamente porque
la razón busca la verdad y “las masas no han tenido jamás sed de verdades. Ante
las evidencias que les disgustan se dan la vuelta prefiriendo deificar el error
si el error les seduce”.
Se habla estos días de
programas de partidos políticos que son demenciales, descabellados,
irracionales… Es posible. Pero ahí están los votos. Ahí está también la
explicación de Le Bon: los votantes individuales pueden ser convencidos por
argumentos racionales pero la masa, aunque se vista con el mágico nombre de
“pueblo”, se siente persuadida por otros factores. Y el prestigio, justificado
o falaz, es uno de ellos.
Caso de que otorguemos
crédito al análisis de Le Bon, habría que concluir que más que gentes de
prestigio, entre los políticos abundan los dóciles eunucos que lucen un “tiene
estudios de” en sus curricula. Y
estas buenas gentes se ven envueltas en una severa dificultad, un lance de tomo
y lomo, una crisis monstruosa ¡pobrecitos!
Y, como dicen los
médicos, realizado el diagnóstico, el tratamiento va de soi.
Le Bon escribe Psicología de las masas a finales del
siglo XIX. En esa época Nietzsche había proclamado ya a los cuatro vientos que
el hombre puede definirse como el ser que es capaz de prometer. Capaz de
enseñorearse de su vida, de disponer libre y firmemente de su futuro. El hombre
del que habla Nietzsche no es un ser gregario, no es un juguete del entorno ni
de sus propios sentimientos, como los animales. El hombre es hombre porque
apuntala lo que es al prometer que le plantará cara a la adversidad y será fiel
a sí mismo. No podemos saber qué nos deparará el futuro, no podemos prever las
circunstancias pero podemos decidir que, pase lo que pase, responderemos como
lo que somos. Si nos mantenemos fieles a nosotros mismos no está garantizado el
éxito pero habremos vencido al tiempo. Napoleón no necesitó morir luchando heroicamente
en el campo de batalla para alcanzar la gloria o, como diríamos hoy, el prestigio.
Se cuenta que cuando los dioses
eran niños y los hombres eran hombres, abundaban los héroes. Así lo recoge el
que pasa por ser el relato más antiguo de la humanidad: la epopeya de Gilgamesh
escrita mil años antes que la Biblia. Gilgamesh fue rey en la ciudad
mesopotámica de Uruk. El rey Gilgamesh, propenso al exceso y la jarana, no fue
un gobernante modélico. Tampoco Napoleón. Y, si hacemos caso a la sabiduría
popular, nadie lo es ante su mayordomo. Eso explica, incidentalmente, que los
mayordomos sean una especie en extinción.
Pero Gilgamesh aparece
como un hombre de una pieza, un héroe, por tanto. Cuando leemos el poema siempre
sabemos qué cabe esperar de él. Me encanta el pasaje en el que él y su amigo Enkidu han de
ir al Bosque de los Cedros y enfrentarse a un peligro terrible. Enkidu le
advierte que es mejor no ir, que les espera una muerte casi segura. Y Gilgamesh
responde: “¿Por qué, amigo querido, hablas como un cobarde? Lo que acabas de
decir es impropio de ti, aflige mi corazón. Nosotros no somos dioses, no
podemos ascender al cielo. No, somos hombres mortales. Sólo los dioses viven
por siempre. Nuestros días son pocos en número, y cualquier cosa que hagamos es
un soplo de viento. ¿Por qué temer, pues, si más tarde o más temprano la muerte
ha de llegar? ¿Dónde está el coraje del que siempre hiciste gala? Si muero en
el bosque en el transcurso de esta gran aventura, no te avergüences cuando la
gente diga que Gilgamesh encontró una muerte heroica combatiendo contra el
monstruo Humbaba mientras Enkidu ¡Estaba a salvo en su hogar!”.
Gilgamesh
pone ante Enkidu la elección de su destino: la fidelidad a lo que él es o la opción
por una cómoda poltrona que le permita arrastrarse placenteramente pero sin
dignidad, sin prestigio.
Si
Gilgamesh se diera un paseíto por el reino que nos cobija, entre fiesta y
sarao, quizá podría recordar a los de la sonrisa de plástico que ser grande no
está reñido con la joie de vivre
porque ser fiel a sí mismo antes que a una estructura de poder es un elemento
gozoso de la propia grandeza. Y sólo quien es grande arriesga sin pestañear una
vida cómoda para mantener las ideas que ha prometido defender, porque ser
hombre es ser capaz de prometer. Y quien no cumple sus promesas con la excusa
que sea, quien no tiene palabra, carece de prestigio porque no ha sido fiel a
sí mismo.
Sólo
quien es fiel a sí mismo tendrá legitimidad para guiar a los demás. Y ahora más
que nunca hace falta gente así. Necesitamos gente de prestigio, hombres que muestren
con sus pisadas la senda para sobreponerse al desánimo, superar las crisis, derrotar
a los monstruos. Porque sólo de los grandes hombres brotará la esperanza para
los demás, la ilusión para el pueblo y la regeneración para la sociedad.
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