sábado, 28 de junio de 2014

Gilgamesh se va de fiesta


Gilgamesh se va de fiesta




Manuel Ballester


Cuando Napoleón regresó de su exilio en la isla de Elba desembarcó en una Francia hostil. Todo un ejército se disponía a apresar a un hombre prácticamente solo. Bastó una mirada a los generales que habían jurado detenerlo para que todos se le sometiesen.

Con este hecho ilustra Gustave Le Bon el apartado que en su libro Psicología de las masas dedica a estudiar uno de los medios para guiar a las masas. Se trata del prestigio.


Las multitudes, sostiene Le Bon, no pueden ser convencidas mediante razonamientos, sencillamente porque la razón busca la verdad y “las masas no han tenido jamás sed de verdades. Ante las evidencias que les disgustan se dan la vuelta prefiriendo deificar el error si el error les seduce”.

Se habla estos días de programas de partidos políticos que son demenciales, descabellados, irracionales… Es posible. Pero ahí están los votos. Ahí está también la explicación de Le Bon: los votantes individuales pueden ser convencidos por argumentos racionales pero la masa, aunque se vista con el mágico nombre de “pueblo”, se siente persuadida por otros factores. Y el prestigio, justificado o falaz, es uno de ellos.

Caso de que otorguemos crédito al análisis de Le Bon, habría que concluir que más que gentes de prestigio, entre los políticos abundan los dóciles eunucos que lucen un “tiene estudios de” en sus curricula. Y estas buenas gentes se ven envueltas en una severa dificultad, un lance de tomo y lomo, una crisis monstruosa ¡pobrecitos!

Y, como dicen los médicos, realizado el diagnóstico, el tratamiento va de soi.

Le Bon escribe Psicología de las masas a finales del siglo XIX. En esa época Nietzsche había proclamado ya a los cuatro vientos que el hombre puede definirse como el ser que es capaz de prometer. Capaz de enseñorearse de su vida, de disponer libre y firmemente de su futuro. El hombre del que habla Nietzsche no es un ser gregario, no es un juguete del entorno ni de sus propios sentimientos, como los animales. El hombre es hombre porque apuntala lo que es al prometer que le plantará cara a la adversidad y será fiel a sí mismo. No podemos saber qué nos deparará el futuro, no podemos prever las circunstancias pero podemos decidir que, pase lo que pase, responderemos como lo que somos. Si nos mantenemos fieles a nosotros mismos no está garantizado el éxito pero habremos vencido al tiempo. Napoleón no necesitó morir luchando heroicamente en el campo de batalla para alcanzar la gloria o, como diríamos hoy, el prestigio.

Se cuenta que cuando los dioses eran niños y los hombres eran hombres, abundaban los héroes. Así lo recoge el que pasa por ser el relato más antiguo de la humanidad: la epopeya de Gilgamesh escrita mil años antes que la Biblia. Gilgamesh fue rey en la ciudad mesopotámica de Uruk. El rey Gilgamesh, propenso al exceso y la jarana, no fue un gobernante modélico. Tampoco Napoleón. Y, si hacemos caso a la sabiduría popular, nadie lo es ante su mayordomo. Eso explica, incidentalmente, que los mayordomos sean una especie en extinción.

Pero Gilgamesh aparece como un hombre de una pieza, un héroe, por tanto. Cuando leemos el poema siempre sabemos qué cabe esperar de él. Me encanta el pasaje en el que él y su amigo Enkidu han de ir al Bosque de los Cedros y enfrentarse a un peligro terrible. Enkidu le advierte que es mejor no ir, que les espera una muerte casi segura. Y Gilgamesh responde: “¿Por qué, amigo querido, hablas como un cobarde? Lo que acabas de decir es impropio de ti, aflige mi corazón. Nosotros no somos dioses, no podemos ascender al cielo. No, somos hombres mortales. Sólo los dioses viven por siempre. Nuestros días son pocos en número, y cualquier cosa que hagamos es un soplo de viento. ¿Por qué temer, pues, si más tarde o más temprano la muerte ha de llegar? ¿Dónde está el coraje del que siempre hiciste gala? Si muero en el bosque en el transcurso de esta gran aventura, no te avergüences cuando la gente diga que Gilgamesh encontró una muerte heroica combatiendo contra el monstruo Humbaba mientras Enkidu ¡Estaba a salvo en su hogar!”.

Gilgamesh pone ante Enkidu la elección de su destino: la fidelidad a lo que él es o la opción por una cómoda poltrona que le permita arrastrarse placenteramente pero sin dignidad, sin prestigio.

Si Gilgamesh se diera un paseíto por el reino que nos cobija, entre fiesta y sarao, quizá podría recordar a los de la sonrisa de plástico que ser grande no está reñido con la joie de vivre porque ser fiel a sí mismo antes que a una estructura de poder es un elemento gozoso de la propia grandeza. Y sólo quien es grande arriesga sin pestañear una vida cómoda para mantener las ideas que ha prometido defender, porque ser hombre es ser capaz de prometer. Y quien no cumple sus promesas con la excusa que sea, quien no tiene palabra, carece de prestigio porque no ha sido fiel a sí mismo.


Sólo quien es fiel a sí mismo tendrá legitimidad para guiar a los demás. Y ahora más que nunca hace falta gente así. Necesitamos gente de prestigio, hombres que muestren con sus pisadas la senda para sobreponerse al desánimo, superar las crisis, derrotar a los monstruos. Porque sólo de los grandes hombres brotará la esperanza para los demás, la ilusión para el pueblo y la regeneración para la sociedad.

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