Madurar en una profesión
significa dominar las exigencias que ésta comporta, saber qué se puede y qué no
se puede hacer. Lo contrario es no saber (ser ignorante) en qué consiste esa
tarea.
El joven, por serlo, vive
en la ignorancia de lo que será; vive en la búsqueda de sí mismo. Por eso aún
no está en condiciones de asumir deberes (dice Aristóteles que, por serlo, el
joven es incapaz de amistad: al no poseerse, no puede entregarse). El joven está
vertido al futuro: al no ser nada, vive como si tuviera que experimentarlo
todo, probarlo todo; es todo posibilidad, poca realidad. Tiene que
determinarse, concretar la meta de su existencia, elegir la tarea en la que empeñará
sus esfuerzos. Tiene, en una palabra, que aprender a vivir y aprender que
realizarse es, estrictamente, “hacerse real” o, más precisamente, “hacer real
la mejor posibilidad”.
De ahí, si lo entiendo bien, la perplejidad de Ortega
ante los ancianos con chandal y peluquín. Y ahí lo dejo. Por si
interesa:
«Esta esquividad para
toda obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo y escandaloso,
de que se haya hecho en nuestros días una plataforma de la «juventud» como tal.
Quizá no ofrezca nuestro tiempo rasgo más grotesco. Las gentes, cómicamente, se
declaran «jóvenes» porque han oído que el joven tiene más derechos que obligaciones,
ya que puede demorar el cumplimiento de éstas hasta las calendas griegas de la
madurez. Siempre el joven, como tal, se ha considerado eximido de hacer o haber
hecho ya hazañas. Siempre ha vivido de crédito. Esto se halla en la naturaleza
de lo humano. Era como un falso derecho, entre irónico y tierno, que los no
jóvenes concedían a los motes. Pero es estupefaciente que ahora lo tomen éstos
como un derecho efectivo, precisamente para atribuirse todos los demás que
pertenecen sólo a quien haya hecho ya algo»,
Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.
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