El guion de la vida: ¿autor o intérprete?
Manuel Ballester
Según una etimología que tiene todas las trazas de ser
sólida, la palabra persona tiene sus
orígenes en el ámbito teatral. Tradicionalmente, los actores utilizaban
máscaras no sólo para amplificar sus voces y asegurarse de ser vistos y oídos,
sino también para revelar visual y auditivamente los rasgos y el carácter del
personaje representado. De esta forma, la máscara funcionaba como un
dispositivo para “sonar a través” (per-sonare).
Y de ahí, de per-sonar, surgiría el
nombre persona.
A estas alturas, a nadie le extraña que consideremos el
mundo como teatro y que cada persona es lo que es en función del papel que le
ha tocado en el reparto. Quizá La vida es sueño (1635) de Calderón sea uno de
los lugares donde con mayor claridad, rigor y belleza se ha profundizado en
este punto.
La visión de Calderón sobre la vida como teatro encuentra un
eco previo en Shakespeare, en Como gustéis (1599, As You Like It), donde encontramos
la idea de que “Todo el mundo es un escenario (All the world's a stage, Acto II, Escena VII). Esta conexión
temática no sólo resalta la universalidad y la perdurabilidad de la metáfora
teatral, sino que también prepara el escenario para una exploración moderna de
estos temas.
También Kierkegaard tiene algo que decir al respecto, pero
lo dejaremos para el final. Porque su enfoque contempla precisamente el final:
qué pasa cuando cae el telón, la obra acaba y los actores ya no actúan.
Traigo a colación a Kierkegaard porque, como es sabido,
influye poderosamente en Unamuno. Don Miguel escribió, desterrado como Dante,
una obra no muy conocida (en este mismo número de Letras de Parnaso puede verse un análisis al respecto): Cómo se escribe una novela (1927). Este
el punto de partida para dialogar con Unamuno y la tradición, sobre el teatro y
la vida, sobre ser actor y ser hombre (si es que, al final, no son lo mismo).
La escritura de Unamuno es inteligente, creativa, nerviosa.
Avanza con brío y abriendo más vías de las que es razonable recorrer en las
páginas que quedan escritas. Recojamos alguna de esas vías, para recorrerlas con
provecho. La persona es, decíamos, lo que es porque desempeña y dice un papel.
De sí mismo y de todos dice Unamuno: «Mi papel es mi verdad y debo vivir mi verdad, que es mi vida».
Lo que
hacemos, el papel que desempeñamos, es la vida que vivimos. Somos la persona
que resuena en nuestro actuar.
Más aún, lo que hacemos siempre al actuar, en primerísimo
lugar, es al propio actor, a nuestro propio yo. Yo me hago lo que soy al actuar
según mi papel. Así se hace novelista el que escribe novelas, y se hace lector
quien las lee: «Nuestra
obra es nuestro espíritu y mi obra soy yo mismo que me estoy haciendo día a día
y siglo a siglo, como tu obra eres tú mismo, lector, que te estás haciendo
momento a momento, ahora oyéndome como yo hablándote […] Somos nuestra propia
obra».
El asunto, por remansar las ideas, es que, al parecer, somos
lo que hacemos, somos nuestra propia obra, nuestra realidad es la que es porque
somos actores siguiendo un papel. Mi papel en la vida, mi máscara (per-sonare) en el teatro del mundo (si
es que, al final, no son lo mismo vida y teatro), delimitan que soy un actor.
Actor en el sentido restringido (intérprete) y amplio (que actúa en cualquier
ámbito de la vida).
Hasta aquí hay acuerdo en la tradición literaria y
filosófica pero Unamuno, en este punto, introduce un matiz importante. Puede
ocurrir que el lector sea arrollado por el brío de la prosa de Unamuno y no
repare en ello. Dice Unamuno: «El
hombre […] cuando se hace lector hácese por lo mismo autor, o sea, actor».
Se
entiende lo que dice y lo que quiere decir. Se entiende, por el contexto. Pero
vayamos al matiz del texto y de la vida (si es que, al final, no son lo mismo).
Unamuno muestra que, al escribir y actuar como escritor, uno se
transforma en novelista; de manera similar, al leer una novela con verdadera
inteligencia y emoción, uno se convierte en un lector auténtico. Esto es bonito y verdadero,
pero es que Unamuno va más allá al afirmar que en ese acto de leer vitalmente,
dando vida a la novela con las propias entrañas palpitantes, entonces «hácese
por lo mismo autor», y subraya: «autor, o sea, actor». ¿Ser autor y ser actor
es una y la misma cosa vista desde perspectivas distintas? Ambos tienen
relación con un papel y una máscara, ciertamente; pero el actor desempeña el
papel que le dan y usa la máscara (per-sonare)
que requiere ese papel, mientras que el autor crea el papel y configura la
máscara. A pesar de las similitudes, sus roles no son completamente
equivalentes.
Poco antes, en 1921, Luigi Pirandello, dramaturgo y
novelista italiano ganador del Premio Nobel, revolucionó el teatro moderno con
su obra Seis personajes en busca de autor. En esta, Pirandello
explora la noción de unos actores, de unas personas, sin papel en la obra y en la vida. Pirandello desafía
ahí la distinción tradicional entre autor, actor y personaje, adelantándose a
los temas que Unamuno desarrollaría más tarde en su novela de 1927. Estamos
ante una cuestión importantísima: ¿es posible actores, es posible actuar, sin que anteceda un papel,
sin que un autor haya dado vida y sentido a esos personajes? Serían, por volver
a Grecia, unas máscaras sin rasgos (ni cómicas ni trágicas) y sin nada que
hacer ni decir. Serían nada. Por eso Pirandello y Unamuno bucean en ese
problema tan moderno. Y Pirandello explora una crisis de identidad. Sus
personajes buscan desesperadamente un autor que les dé sentido y dirección, lo
que a su vez reafirma la distinción clásica entre actor y autor. Exactamente lo
contrario de lo que parece afirmar Unamuno.
Antes
que Unamuno y Pirandello, pero después de Calderón, también Kierkegaard, el
filósofo danés precursor del existencialismo, aborda la cuestión del
individuo frente a la “obra” de la vida. Kierkegaard examina la autenticidad
del ser humano y su lucha por conferir un significado a su existencia, una
temática que conecta directamente con las reflexiones de Unamuno y Pirandello
sobre el teatro de la vida.
La
filosofía moderna viste el triste ropaje de la crítica y la duda, pero la
filosofía fue siempre otra cosa: amor. La filosofía, la literatura y la vida
(si es que, al final, no son lo mismo) son eso: entusiasmo y gozo, amorosa y
comprensiva mirada a la realidad. Tiene todo el sentido que sea en Las obras del amor (1847) donde
Kierkegaard aborde la cuestión del autor y el actor. Lo hace así: «cuando
cae el telón sobre el escenario, entonces el que hacía de rey, el que hacía de
mendigo y así sucesivamente cada uno, todos son iguales, todos una sola y la
misma cosa: actores. Y cuando al morir caiga el telón sobre el escenario de la
realidad […], entonces todos serán también una sola cosa, serán seres humanos,
y todos serán lo que esencialmente eran pero que tú no veías a causa de la
diversidad: verás que son seres humanos. El escenario del arte es como un mundo
encantado; imagínate que una buena tarde, debido a una distracción general,
todos los actores se armaran un lío de manera que creyeran que realmente son lo
que representan».
En conclusión, desde Calderón y Shakespeare hasta
Kierkegaard, Pirandello y Unamuno, hemos visto cómo la metáfora del teatro
sirve como un poderoso instrumento para explorar la naturaleza de la existencia
humana. Cada autor, desde su peculiar contexto histórico y filosófico, nos
revela distintas facetas de cómo interpretamos nuestros papeles en el escenario
de la vida.
Mientras todos aceptamos de alguna forma que somos actores
en este teatro mundial, una cuestión más profunda emerge: ¿somos también los
autores de estos papeles? La obra de Pirandello ilustra el desconcierto que
surge cuando falta un autor claro, sugiriendo un escenario donde los personajes
están perdidos sin un guion. En contraste, Unamuno sugiere que podríamos ser
nuestros propios autores, esculpiendo activamente el guion de nuestras vidas.
Kierkegaard, por su parte, propone que el autor puede ser una figura
transcendental, que solo al final revela la verdadera naturaleza de todos los
actores. En nuestra época contemporánea, donde las identidades pueden ser aún
más fluidas y las realidades a menudo mediadas por tecnologías avanzadas, estas
reflexiones adquieren una nueva urgencia. La discusión sobre la vida como
actuación y autoría sigue siendo relevante, invitándonos a reflexionar sobre
cómo los roles que desempeñamos y los guiones que escribimos conforman nuestra
percepción de nosotros mismos y de los demás. Al final, todos los actores —ya
sea en el escenario o en la vida— enfrentan el desafío de discernir la
autenticidad en los papeles que adoptan y en los relatos que construyen.
Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), febrero 2025, nº 90, pp. 36-37:
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