A propósito de Ortodoxia, V
Manuel Ballester
La maravilla de la vida plena
En un mundo lleno de ruido y confusión, las palabras de
Chesterton resuenan como un faro de claridad y asombro.
En nuestro análisis de Ortodoxia
de Gilbert Keith Chesterton, hemos descubierto cómo su crítica incisiva a las
creencias modernas revela un mundo maravilloso y lleno de posibilidades para alcanzar
la felicidad.
Desafíos de la autosuficiencia
En el primer capítulo examinamos la idea de que la vida plena es un derecho que todos compartimos. En el segundo capítulo profundizamos en la insensatez de confiar ciegamente en uno mismo, destacando que la verdadera cordura radica en reconocer nuestras limitaciones. Luego, en el tercer capítulo, exploramos el peligro de un pensamiento fragmentado. Este tipo de pensamiento ignora la conexión intrínseca entre las ideas y la realidad.
Chesterton indica que, como en un rompecabezas, la verdad
sólo emerge cuando las piezas se ensamblan para formar una imagen coherente.
Esta fragmentación empobrece nuestra comprensión y nos distancia de la riqueza
de la experiencia humana. Por lo tanto, es crucial reconocer que nuestras ideas
y creencias no existen en el vacío. Están interconectadas, formando un
entramado que refleja la complejidad del mundo que habitamos. Al integrar estas
piezas, logramos una comprensión más rica y matizada de la realidad.
La importancia del pensamiento integral
Hasta aquí, Chesterton nos ha invitado a reflexionar sobre
la importancia de integrar la razón y la voluntad para lograr una comprensión
más profunda de la vida. Ha subrayado que la búsqueda de la plenitud requiere
una visión holística y un sentido de proporción que nos permita vivir en
armonía con el mundo que nos rodea.
Un viaje a Elfland: ética y
asombro
Ahora, el capítulo cuatro nos lleva a adentrarnos en el
fantástico país de los elfos (Elfland)
y sus reglas, sus costumbres, su ética. De ahí el título que encabeza este
capítulo: The Ethics of Elfland.
La paradoja de la ética en el mundo de los elfos
En principio, poner juntos los conceptos de ética y de mundo
de los elfos puede sonar paradójico. Y este es un motivo más para que Chesterton
nos lleve a este punto. Suena chocante porque, desde una cierta perspectiva, el
mundo de los elfos es un lugar sorprendente y fantástico, donde puede ocurrir
cualquier cosa. Dicho de otro modo, es un mundo sin reglas. Sin reglas ni
normas de ningún tipo y, desde esa perspectiva: un mundo sin ética.
Reglas en un mundo mágico
Chesterton ataca esa idea yendo a sus fundamentos. El mundo
de los elfos es, de hecho, un mundo con reglas: Cenicienta no puede volver
después de las 12; la sirenita debe perder su voz para conseguir piernas
humanas; Caperucita no debe hablar con extraños… No son reglas del mundo
utilitario y mecánico en el que viven algunos. Pero el problema no está en las
reglas: lo que está mal es ese mundo o, para ser más preciso, esa concepción
del mundo y de la vida es profundamente insuficiente.
El hombre común y su sabiduría
Es insuficiente esa concepción del mundo. No se trata de que
sea falsa: es insuficiente porque sólo capta una parte de la realidad, y esa
parte ni siquiera es la mejor. Aunque la perspectiva utilitaria se define a sí
misma como realista, no ve la parte más valiosa de la realidad.
Para mostrar esto, Chesterton se remite (acogiendo un debate
en torno al liberalismo muy en boga en los ambientes culturales de su época y
que nosotros sólo aludimos) al hombre común. Sostiene, en ese sentido, «que las
cosas más terriblemente importantes deben dejarse en manos de los propios
hombres comunes: el apareamiento de los sexos, la crianza de los jóvenes, las
leyes del Estado». El hombre común, todos nosotros, cuando se enfrenta a los
asuntos que le competen, sabe a qué atenerse.
El sentido de la tradición
Y lo sabemos porque no somos individuos aislados (frente a
lo que afirma la modernidad), somos personas que contamos con la compleja red
de relaciones afectivas que nos ha acompañado y constituido desde antes de
nuestro nacimiento y contamos también con la sabiduría que nos ha transmitido
nuestras familias, eso que se llama “tradición”. Nos encontramos, si nos
miramos tal como realmente somos, perfectamente pertrechados; frente a la
situación a la que el mundo moderno nos impulsa: desamparo, soledad y
desarraigo (según la fórmula de Simone Weil).
Cuentos de hadas y sentido común
Desde esa perspectiva natural, común, los cuentos de hadas
se ven como «enteramente razonables; They
seem to me to be the entirely reasonable things» hasta el punto de que
llega a afirmar que «el país de las hadas no es más que el país soleado del
sentido común».
Y esto es así en el sentido de que si bien la perspectiva
utilitaria descubre necesidad y razón en la dimensión de la realidad de la que
se ocupa, el mundo de las hadas asume (no podría ser de otro modo) tales
secuencias y procesos necesarios. Pero no deja que la parte rija al todo («no
es la tierra la que juzga al cielo»).
Veamos cómo lo explica el texto: «El hombre de ciencia dice:
“Corta el tallo y la manzana caerá” […] La bruja del cuento de hadas dice:
“Toca el cuerno y el castillo del ogro caerá”», pero mientras el científico ve
ahí una regularidad, una ley necesaria, el hombre ordinario se pasea por el
país de las hadas y, aceptando que es necesario que caiga la manzana y el
castillo, «no pierde el asombro ni la razón». Y este es el punto: Weber lo
denomina el desencanto del mundo (Entzauberung)
y lo considera un rasgo esencial de la modernidad.
Más allá de la ciencia: el asombro
Que el hombre de ciencia afirme que cargas iguales se
repelen o que la gravitación actúa con determinada fuerza, está bien. Pero
podría ser más profundo. Podría preguntarse por qué esto es así, o si podría
ser de otro modo (¿cómo sería un mundo donde cargas iguales se atrajesen?),
pero eso no sería ya el limitado mundo de la ciencia sino un mundo más
profundo, ampliado… el mundo del hombre ordinario o el mundo de las hadas, que
por nombres no va a quedar.
La búsqueda de la felicidad
El asombro supone aceptar que sabemos mucho del mundo, pero
estaba ahí mucho antes de que nosotros adoptásemos la actitud científica. Las
leyes que se descubren como reguladoras de la naturaleza llevan milenios
constituyendo ese mundo de maravillas preparado para nuestro gozo, asombro,
entusiasmo y fascinación. Y por ahí conecta el primer entusiasmo por la
naturaleza que animó a los primeros hombres, a los primeros pensadores y a los
hombres de todos los tiempos que creen en los cuentos de hadas. Ahí tenemos
germinalmente constituida la relación entre conocimiento ordinario, saber
científico, sabiduría filosófica y cuentos de hadas. Todos movidos por el muy
humano y por eso «antiguo instinto de asombro».
La esencia de la gratitud
Esta actitud lleva al hombre a disfrutar. A gozar de lo que
ha recibido. Y eso se llama alabanza y gratitud, que por nombres no va a
quedar. Pero es que la gratitud es esencial; es más, «la prueba de toda
felicidad es la gratitud; The test of all
happiness is gratitude». Suena arrebatadoramente bello y verdadero, suena
maravillosa una vida articulada sobre la gratitud. Agradecimiento por lo que se
nos ha dado, por lo que somos, por lo que tenemos, por la vida, en suma.
La búsqueda del sentido
Pero surge ahí otra cuestión que tiene que ver con la
felicidad. Gratitud por lo dicho pero llegados a ese punto del relato y de la
vida, añade: «me sentí agradecido, pero apenas sabía ante quien; I felt grateful, though I hardly knew to
whom». ¿A quién hay que mostrar gratitud? ¿hay alguien ante el que estar
agradecido?
Ahí nos lleva la secuencia de la argumentación. El mundo es,
para la mirada científica, un mecanismo de relojería: ¿y no habría que pensar
en un relojero? Del mismo modo, si hay magia, gracia y maravilla, quizá no sea
incoherente pensar que hay un mago.
Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), diciembre 2024, nº 89, pp. 28-29:
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