Novela,
vida, eternidad
A propósito de Cómo se hace una
novela, de Unamuno
Todos los seres intentan
alcanzar la eternidad. Cada uno lo intenta a su modo, que no es lo mismo una
rosa que un hombre. Para inmortalizarnos hacemos lo que hacemos, unos
sabiéndolo y otros sin sospecharlo siquiera. Pero en ese ambiente nos movemos,
existimos y somos. Al menos, así lo plantea Aristóteles. Y, si acierta,
entonces habrá que decir que tanto quien escribe novelas como quien las lee, el
autor y el lector, hacen lo que hacen movidos por el anhelo de trascendencia.
Saber qué nos mueve, tener claro el fin, es mucho. Pero, aún compartiendo el mismo destino, los corazones de los hombres recorren muchos y variados caminos, cada uno marcado por sus propias pruebas y maravillas. La vía que nos ocupa ahora, siguiendo al desterrado Unamuno (1864-1936) es la novela y la vida (si es que, al final, no son lo mismo).
El destierro y la novela
Desde el destierro, mirando con nostalgia “los
muros de la patria mía” da en pensar y en escribir. El resultado del proceso es
Cómo se hace una novela (1927), en la
que se hace eco de lo que señalaba Aristóteles. Veamos, si no, el inicio: «Héteme aquí ante estas blancas
páginas […] buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy,
eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean
una sola y misma cosa».
La motivación universal del escritor
El
motivo, el motor universal, es poner un pie en la eternidad. Y ese hombre
singular, de carne y hueso, lo intenta escribiendo. Motivo que, a buen seguro,
mueve a todos los que aspiran a dejar huella en el inmortal reino de las
letras.
Consciente
de su propósito, Unamuno escribe y vive para per-vivir, para vivir eternamente.
Para inmortalizarse pero, si bien es cierto que su vida y su novela tienen ese
fin, tiene también claro que «es en los hijos en quienes he de eternizarme». Lo
dice también Aristóteles: los seres vivos se reproducen, tienen hijos, porque
es así como pueden inmortalizarse. Así tejen las vidas sensitivas su mortalidad
y la eternidad: en la pervivencia de los linajes. Y el hombre pervive en sus
linajes, en sus descendientes, en su pertenencia a la comunidad familiar. Todos
seguimos viviendo en nuestros hijos, en nuestros apellidos, aunque no hayamos
escrito nada memorable que trascienda el tiempo manteniendo nuestro nombre.
Vivir
con nombre propio es el destino de los individuos. Sólo el hombre que se sabe
tal puede aspirar a la eternidad.
Queremos
esto, nuestra aspiración no se conforma con menos. Y sabemos, lo cuenta
Unamuno, que tertium non datur, no
hay término medio: o alcanzamos la plenitud personal y eterna o caemos bajo el
dominio del ángel de la Nada.
La novela como organismo vivo
Sólo
quien no conozca a Unamuno puede esperar que bajo el título ¿Cómo se hace una novela? nos ofrezca
una especie de recetario al estilo moderno, un catálogo de reglas que una
moderna IA podría formular. Eso no sería Unamuno ni sería una novela. Porque
toda creación del espíritu es inseparable, inexpresable, al margen del nombre
propio del creador: «Toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es
vivo es autobiográfico». La novela es hija de su creador, es viva y, como todo
lo vivo, no es un conjunto de reglas, no es un mecanismo, es un organismo y
sólo quien carece de sutileza (de finesse
d’esprit, que diría Pascal) confundirá ambas.
La
novela y la vida (si es que, al final, no son lo mismo) son organismos, tienen
partes, reglas, etc pero están vivas, vivificadas por el espíritu y, por eso,
son impredecibles.
La vida humana no es la de un individuo aislado. No sólo es
un proceso hacia la plenitud y la eternidad; es, también, organismo, cohesión,
copertenencia o, por decirlo literariamente: la vida es relato, novela. Por
eso, el hombre debe contar, narrar, su vida o, lo que es lo mismo, debe
escribir la novela de su vida.
La novela, la vida y la comunidad
Al contar nuestra vida, al escribir nuestra novela, nos
hacemos autores de la misma, y dotamos de realidad a la vida y a la novela.
Pero para contarla, el autor necesita alguien a quién contarla: el individuo aislado
no es posible. La vida no es como jugar al solitario (que, en francés, se
denomina pacience): «¿para qué se hace una novela?
Para hacerse el novelista. ¿Y para qué se hace el novelista? Para hacer el
lector, para hacerse uno con el lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el
lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical. En cuanto se hace
uno se actualizan y actualizándose se eternizan».
La
agonía de Unamuno, tan cercana al individuo (Das Enkelte) de Kierkegaard, a la individualidad poderosa (Der übermensch) de Nietzsche, al
desarraigo moderno, al final aboca en brazos del ángel de la Nada. Ese ángel
frío que recorre Europa desde hace unos siglos y del que vitalmente es
rescatado Miguel de Unamuno cuando es acogido en los brazos más poderosos de su
mujer, su Concha. Se trata de un célebre episodio de la biografía de Unamuno al
que alude en Cómo se hace una novela.
La superación de la nada
Unamuno
experimenta, vive, que la salida de la cárcel de la Nada está en los brazos de
su mujer, en el amor de un tú a un yo. Y su obra bordea el misterio. Entiende
que o se salva Miguel, y se salva Concha, o su obra, la de Unamuno, cae en
poder del ángel de la Nada.
Se eternizan los nombres propios o no sobrevive nada, en otras palabras: «No es lo mismo nosotros que yos»; mientras que el yo (no digamos el Ich del idealismo alemán) es una construcción teórica, el “nosotros” es una comunidad de personas que se abrazan y que no usan ya ni los nombres o a eso parece aludir Salinas cuando indica: «¡Qué alegría vivir en los pronombres!». (Confianza, La voz a ti debida).
Publicado en Letras de Parnaso, Año
XII (II Etapa), febrero 2025, nº 90, pp. 128-129:
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