El purgatorio del Tenorio (y 3)
Entusiasmo por la realidad (18)
Don Juan Tenorio, español de origen y temperamento, y
Giacomo Cassanova, veneciano libertino, comparten un cierto aire de familia.
En ellos la atracción por la mujer es un rasgo capital. Lo viven como lo esencial de sus vidas, como algo que desean poseer y gozar. Miran la mujer como algo, no como alguien sino como objeto de dominio y disfrute. Porque, y eso es se-ducir, el seductor finalmente se quiere a sí mismo y anhela el gozo que sus conquistas le proporcionan. En ese aspecto de la personalidad del seductor se apoya Unamuno cuando lo ve recluido en sí mismo, incapaz de apertura o, lo que es lo mismo, incapacitado para el amor.
Ignacio Temiño había propuesto indagar en torno a las
similitudes y diferencias entre estos modos de ser y estar en el mundo.
Decidimos, pues, poner a Casanova y Don Juan frente a frente. En un primer
momento [Seductor, burlador, disoluto ¿Don Juan o Casanova? (1), Letras de Parnaso, nº 78, Año VIII (II Etapa), febrero
2023, pp. 22-23] abordamos la cuestión aludida, el talante seductor y los
aspectos que esa actitud implican. En segundo lugar, fuimos más allá [Más
allá de la seducción: Casanova o la fama (2), Letras de Parnaso, Año VIII
(II Etapa), abril 2023, nº 79, pp. 20-21].
Y es que cuando lo que se
quiere es a sí mismo, la inmediatez (el estadio estético, que diría
Kierkegaard) reclama el placer y el gozo, la sensualidad y el goce sexual. Pero
el placer, lo dice Nietzsche y lo sentimos así, quiere ir más allá, no quiere
acabar, quiere ser eterno. Y el placer sexual tiene que ser reiterado una y
otra vez precisamente porque es fugaz, breve y, sobre todo, perecedero. Y
queremos algo duradero; más aún: eterno. Queremos que nuestro yo, nuestro nombre,
goce de prestigio, de fama. Casanova intenta añadir a los placeres de
libertino, el prestigio de la literatura; Don Juan necesita contar sus
conquistas, necesita que otros sepan sus hazañas, es decir, necesita también
fama y nombradía.
Ahí, si no yerro, acaba
Casanova. Su persona y su personaje no dan para más. Don Juan es otra cosa. Es
un libertino, un sinvergüenza, engaña y mata, y comete cualquier tropelía con
tal de satisfacerse. Más aún: atenta contra lo sagrado. No se limita a seducir
y gozar las mujeres que van apareciendo en su camino. Sube la apuesta y se
propone seducir a «una novicia que esté para profesar» (Zorrilla, J., Don Juan Tenorio, Acto I, escena 12, v. 669). ¿Qué es la novicia, qué han sido las demás?
Un reto, una apuesta con Don Luis Mejías, un modo de mostrar la valía del
seductor.
Don Juan da un paso más que
Casanova. Y ocurre así tanto en la versión de Tirso de Molina (El burlador
de Sevilla y convidado de piedra, 1630) cuanto en la de Zorrilla (Don
Juan Tenorio, 1844).
La cuestión no es que Don
Juan no respete nada, no es que se atreva a profanar lo que es sagrado. La
cuestión es que Don Juan se mueve espontáneamente en ese ámbito. Sabe que la
eternidad que da la fama no es para siempre. Es un bribón, pero sabe que hay
muerte, juicio y Dios.
El Don Juan de Tirso es
célebre por posponer esa verdad, por mirar para otro lado. Así, cuando Tisbea
recibe promesa de Don Juan y le dice: «Esa voluntad te obligue, y si no,
Dios te castigue», obtiene de Don Juan la respuesta: «Qué largo me lo fiais!»
(v. 959). Largo me lo fiais, miremos el gozo presente sin preocuparnos del
mañana incierto. Vive Don Juan sabedor de que hay muerte, juicio y Dios pero
apartando esa realidad por un largo plazo, siempre después; nunca hoy. Recibe
el seductor diversos avisos; así, por ejemplo, su criado le dice: «mira que
hasta la muerte, señor, es corta la mayor vida; que hay tras la muerte
imperio». La respuesta es, siempre: hay tiempo, gocemos del presente, que ya
llegará el momento de ocuparse de la muerte, el juicio y Dios. Pero en la obra
de Tirso, y en la vida, hay un instante que es el decisivo, el último; entonces
pide Don Juan la consideración que no ha tenido con sus víctimas: «Deja que
llame quien me confiese y absuelva» (v. 2767) pero Tirso es severo, aplica el
principio de que «quien tal hace, que tal pague» (v. 2775) y Don Juan ha de ir
camino del infierno donde lo encontrará tiempo después Baudelaire (Las
flores del mal, 1861, poema 15).
Tirso muestra en Don Juan a un libertino consciente de que
su vida podría aspirar a algo mejor. Es un Don Juan seductor, se ama a sí mismo
pero no tiene el coraje para encarar su grandeza, de aspirar a realizar su
mejor posibilidad que, al decir de Aristóteles, es el modo supremo de amor a sí
al querer y conseguir para sí mismo lo bueno y lo mejor. Este Don Juan elije
algo agradable pero que es, también, lo menos noble y acaba en el infierno que
ha elegido. Así acaba también, por cierto, el célebre Don Giovanni del
libreto de Da Ponte y música de Mozart.
Otra cosa es el Don Juan
de Zorrilla. Es un trilero, un infame seductor, repudiado por su padre al ver «el monstruo de liviandad a quien pude dar el ser»
(Acto I, escena VIII, v. 250), asesino del padre de Doña Inés. Cuando
llega, porque es el destino de todos los mortales y de Don Juan, el momento
decisivo en el que el mensajero del otro mundo le informa de que ha llegado la
hora, la muerte y el juicio, Zorrilla pone en boca de Don Juan estas palabras:
«si es verdad
que un punto de contrición
da a un alma la salvación
de toda una eternidad,
yo, santo Dios, creo en ti;
si es mi maldad inaudita,
tu piedad es infinita…
¡Señor, ten piedad de mí!» (Acto III, Escena II, v.
163-170).
El espectro, como hiciera en
el caso de Tirso, proclama que ya se ha acabado el tiempo, «Ya es tarde» (v.
171), no cabe ya contrición ni perdón de Dios. Así acaba esa escena pero
Zorrilla introduce una posterior en la que interviene Doña Inés.
Doña Inés había muerto
por el dolor al ver a su padre asesinado por Don Juan y por la pena de verse
engañada, humillada y abandonada por su seductor. Podemos decir que Don Juan ha
matado a Doña Inés y asesinado a su padre. Doña Inés ha sufrido e ido a la
sepultura por culpa del libertino. Doña Inés tiene, pues, algo que decir en el
caso de Don Juan. Y habla así:
«de mi alma con la amargura
Purifiqué su alma impura,
y Dios concedió a mi afán
la salvación de don Juan
al pie de mi sepultura» (v. 182ss)
Don Juan, en el último
momento, reconoce que es culpable («Por doquiera que fui, la razón atropellé,
la virtud escarnecí y a la justicia burlé. Y emponzoñé cuanto vi»), que merece
el castigo, que es imposible que en un solo instante borre toda una vida de
infamia.
Y esa es la realidad. Si siempre reconoció en él el ansia de
gozo y supo conquistarlo, ahora reconoce que el ansia más profunda (la
eternidad y la eternidad feliz) no puede alcanzarla: él no puede. No está en
sus manos dar término cumplido a su destino más radical.
Para eso haría falta ser amado (¿no es eso, por otra parte,
ya el Paraíso?) a pesar de su indignidad, ser amado por él mismo y no por sus
lamentables hechos. Por eso, porque Inés lo ama así, implora a Dios que lo
perdone. Si Inés ha podido perdonarlo y quererlo, ¿Qué otra cosa podrá hacer
Dios?
El Tenorio, libertino español, supera a Casanova porque toca todos los registros en los que el ser humano despliega su existencia. Desde el erotismo y la sensualidad corpóreos hasta el ámbito en el que el hombre se juega su destino y felicidad eternos. Jugar no es ganar porque al final de la vida seremos examinados, juzgados, en el amor: cuando ha faltado (como en el Don Juan de Tirso), todo se ha perdido; cuando, como el Tenorio de Zorrilla, se reconoce la realidad de nuestros fallos y calamidades, se acepta la insuficiencia propia, y alguien nos ama con el único amor que merece ese nombre, entonces nos salva, con sufrimiento, purificación y gozo pero consigue que Dios nos salve a todos ¿Qué otra cosa podría hacer el Dios que es Amor?
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