Contra el ruido
Vínculos y verdad en tiempos de desconexión
Vivimos en una época ensordecida. No se trata sólo del ruido externo —los dispositivos, las notificaciones, el constante flujo de imágenes y mensajes—, sino también del ruido interior: esa incapacidad creciente para estar a solas con uno mismo, para escuchar sin ansiedad, para hablar sin impostura. Hay una cultura del ruido que no es accidental: forma parte de una estrategia de fondo para distraernos de lo esencial.
No extraña, por tanto,
que junto al ruido prolifere el desarraigo. En muchos casos, ya no sabemos de
dónde venimos ni hacia dónde vamos. Hemos perdido vínculos: con otros, con la
tradición, con la realidad misma. Y sin vínculos, nos debilitamos. El ser
humano necesita estar ligado a algo mayor, algo que le preceda, le sostenga y
le dé sentido. Sin ese anclaje, incluso las convicciones más firmes pueden
diluirse.
Uno de los síntomas
más llamativos de esta cultura del ruido y la desconexión es el miedo a la
intimidad. Vivimos hiperconectados, pero casi nunca en contacto real. Lo
vemos cada día: una mesa llena de móviles pero vacía de miradas; una pantalla
saturada de noticias y, sin embargo, carente de verdad. Nos cuesta mirar a los ojos, sostener la palabra dada, entregarnos con
profundidad. Preferimos la comodidad de las máscaras, los discursos
prefabricados, la identidad fragmentada. Pero el alma —como la tierra— no puede
florecer si se le priva del humus del vínculo.
A esto se suma una
pérdida progresiva de la verdad. La verdad ya no es algo que se descubre con
asombro y humildad, sino que se fabrica, se negocia, se adapta, incluso se
deforma, a conveniencia. En este contexto, la idea de que existe una verdad que
me precede, que no me pertenece, que puede incluso herirme y salvarme, se
vuelve casi subversiva. Pero quizá ahí radique su potencia.
Recuperar el vínculo
con la realidad pasa por reeducar la mirada. Significa aprender a estar
presentes, a escuchar de verdad, a decir lo que pensamos y sostenerlo, incluso
cuando duela. Supone también resistir la tentación de la ironía constante, del
escepticismo cómodo, de la parálisis disfrazada de lucidez. Porque sin verdad,
no hay vínculo posible; y sin vínculo, la vida se descompone.
No se trata de
nostalgias ni de idealismos. Se trata de volver a apostar por lo real. De
volver a mirar a los demás —y a uno mismo— como algo digno de ser conocido,
amado, acompañado. El entusiasmo por la realidad empieza ahí: cuando dejamos de
protegernos y empezamos a entregarnos.
Publicado en la Sección "Entusiasmo por la realidad" de la revista Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), nº 94 (Octubre 2025), ISSN 2387-1601, p. 41:
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