martes, 11 de junio de 2013

14.1. Pobrecitos niños





La determinación con que Pinocho se aferra a su fantasía, contra toda evidencia, acalló al Grillo-Parlante «y el camino quedó más oscuro que antes» porque prescindiendo de la orientación interior no se ve mejor el mundo. Todo lo contrario.

Pinocho se ha desvinculado de la realidad y, por eso, no ve con claridad que lo que el Grillo dice es, precisamente, el mejor modo de tratar con lo real. Se encierra en sus quimeras.

 «Desde luego –dijo para sí mismo el muñeco, continuando su viaje-, nosotros, los niños somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos reprenden, todos nos dan consejos».

Visto desde el niño, toda interferencia en su espontaneidad, en lo que le apetece, es una intromisión. Una impertinencia a la que los adultos parecen tener derecho y que convierte a los niños en seres tremendamente desdichados. Se trata de la contraposición entre espontaneidad y cultura o naturaleza y libertad.
Es lógico que un niño confunda los conceptos. Es difícil entender que la naturaleza sólo es espontaneidad cuando la razón no está presente: en los animales y en ciertas dimensiones del hombre (irracionales, por tanto). Y cuando la naturaleza se expresa espontáneamente (sea en un animal, sea en un hombre) entonces no hay libertad. El ave en el cielo o el pez en el agua no son libres: siguen las pulsiones que espontáneamente surgen de su naturaleza. La naturaleza humana es racional. Hay en el hombre dimensiones irracionales que impulsan a actuar espontánea, natural y necesariamente; y hay también aspectos racionales que, por eso mismo, no proceden necesariamente.

Ocurre que la razón capta distintos (incluso contrapuestos) aspectos de la misma realidad. Por eso mismo, la realidad no se impone al ser racional, no arranca necesariamente una respuesta. En términos popularizados por la psicología en sus momentos iniciales: la realidad no es estímulo para la razón, porque la inteligencia descubre simultáneamente aspectos opuestos: hacer deporte es divertido (bueno, atractivo) y agotador (malo, repulsivo), ¿cuál de los aspectos será el estímulo que genere la respuesta?
No basta la realidad, ni la inteligencia que descubre los opuestos. Se necesita, dice Aristóteles «otra cosa que sea la que decida; es decir, el deseo o la elección previa; horexis he proairesin», (Metafísica, IX, 5): se debe, sostiene Aristóteles, desear uno de los contrarios (la diversión o el agotamiento) y elegirlo, excluyendo así el otro. Entonces se actúa y esa acción se llama libre porque no brota de la espontaneidad sino de la elección orientada por la razón. Este es el meollo de la acción racional o, lo que es lo mismo, de la libertad que, como se ve, nada tiene que ver con la espontaneidad natural.

Ignorar la diferencia entre capacidades, aspectos, dimensiones o potencias racionales y las que son espontáneas o innatas es un error grave. Las capacidades naturales son las únicas de que disponen los animales para guiar su acción; en los seres humanos están presentes junto a las racionales.

Y ocurre que para desarrollar las dimensiones racionales, aquellas que nos hacen ser humanos en sentido pleno, «es necesario ejercitarse previamente» (Aristóteles, Metafísica, IX, 5) o, por entrar en la cuestión que late desde el principio: los animales no necesitan aprender a serlo, el hombre, por el contrario, necesita “ejercitarse previamente”, necesita educación, seguir los pasos de quienes le han precedido: desde aprender a andar o a hablar hasta ejercitarse en un modo de ganarse la vida y, por supuesto, necesita también educación o formación para lograr configurar su vida del modo más valioso posible.

Que Pinocho considere que los avisos, consejos e intervenciones de los adultos son una intromisión en la espontaneidad de los pobres niños es lógico porque es un títere. Es lógico que un niño discurra así. Lo patético es que este planteamiento infantil sea el fundamento de teorías pedagógicas y sociológicas que, lamentablemente, han sido llevadas a cabo.

Ojalá, como ocurre en Pinocho, todos estos planteamientos hubiesen permanecido en las mentes de los comprometidos, partidistas e irresponsables intelectuales que han amparado planteamientos pedagógicos y sociológicos monstruosamente alejados de la realidad humana. Pero no. La historia nos muestra un listado de nombres célebres y una retahíla de títeres, tontos útiles, cooperadores necesarios, de los proyectos totalitarios de Hitler o Stalin, por ejemplo.

El intelectual moderno parece que ya no dedica su vida a «enseñar los valores humanos más universales y abstractos —libertad, derecho y humanidad—, y dar testimonio de la jerarquía de los valores» (Walter Benjamin, “Notas sobre Benda”) sino que ha adoptado mayoritariamente una “posición comprometida”. Y en ese denominado compromiso del intelectual engagé radicaría el momento de la traición del intelectual moderno respecto a su auténtica razón de ser.

Es verdad, señala Benda, que los intelectuales no han podido impedir que la gente llene la historia con sus odios, sus ruidos y sus matanzas, «pero les han impedido convertir en religión tales movimientos y creerse grandes cuando trabajaban para llevarlos a cabo. Gracias a ellos puede decirse que, durante mil años, la humanidad hacía el mal, pero honraba el bien. Esta contradicción era el honor de la especie humana y constituía la brecha por donde podía deslizarse la civilización.

»Pero, a fines del siglo XIX se produjo un cambio capital: los intelectuales se dedican a hacerles el juego a las pasiones políticas. Los que era un freno al realismo de los pueblos, se convirtieron en sus estimuladores» (Julien Benda, La traición de los intelectuales). Y es que el “compromiso” así entendido da lugar al “partidismo” y, por tanto, a la pérdida del sentido de  la realidad y al fanatismo.

En la próxima entrada seguiremos lejos de la realidad, en la mente de un Pinocho refunfuñando contra todos los que quieren coartar su espontaneidad:
«Si les dejáramos, a todos se les metería en la cabeza convertirse en nuestros padres y maestros; a todos, hasta a los Grillos-parlantes».

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