jueves, 18 de febrero de 2021

Una gaviota parlante

 Historia de una gaviota y el gato... 01

 

 


 

Una gaviota parlante

 

 

Manuel Ballester



La historia de la gaviota y el gato es un Bildungsroman, una novela de formación a modo de fábula. Los protagonistas son animales que hablan y actúan como personas porque, al final, se trata de poner ante el lector alguna enseñanza, alguna moraleja.

Cuenta Sepúlveda que «en el comienzo de los tiempos, el ngünemapu [ser superior que manda sobre todo lo que vive en la Tierra] dispuso que los animales y los hombres no se entendieran hablando, sino a través de los sentimientos expresados con la forma de mirar» (Un perro llamado Leal). Podría ser. Y podría ser que al intentar hacer hablar a los animales el lenguaje humano, el autor esté intentando llevar al lector hacia la purificación de la mirada para que seamos capaces de ver, comprender el mundo, entendernos y volver a ilusionarnos con nuestra propia existencia.

La narración tiene un magnífico comienzo: una bandada de gaviotas detecta un banco de arenques. La atención se centra en Kengah, una de las gaviotas.

A Kengah le gustan los barcos, concretamente las banderas «pues sabía que cada una de ellas representaba una forma de hablar, de nombrar las mismas cosas con palabras diferentes». Kengah hace un comentario trivial, constata una situación que cualquiera puede comprobar. Un filósofo podría profundizar sobre las palabras y las cosas, sobre el lenguaje y la realidad o sobre el plano de la apariencia y la realidad pero la narración no es un ensayo y Kengah resbala sobre la superficie de las palabras para que cada quien se entienda con ellas según su modo de ser.

Hay muchas banderas porque la misma cosa es nombrada de distintos modos. Hay muchos lenguajes humanos; las gaviotas, por el contrario, «graznan igual en todo el mundo». Aristóteles señala que lo natural en el hombre es hablar, el hombre es un ser dotado de logos, de palabra, de razón; pero el hombre es también un ser cultural y es la tradición, la educación, el entorno de cada uno, lo que hará que unos hablen griego y otros etrusco, francés o español.

Se puede complicar todo lo que se quiera, pero todos entendemos que el lenguaje es un procedimiento de comunicación, de transmisión de información, de pensamientos y emociones. Todas las palomas graznan igual: el repertorio de asuntos que tienen que transmitirse es muy limitado y, por otra parte, su naturaleza es rígida en ese punto (no pueden introducir modificaciones, variaciones dialectales). Eso les basta y les simplifica la vida que, en última instancia, es una vida regida por pulsiones básicas (hambre, frío, apareamiento y crianza) que aseguran su vida individual y su integración en una bandada.

La vida de los animales es, en ese sentido, fácil. Comparado con los animales, «qué difícil lo tienen los humanos»: el lenguaje humano es otro asunto porque la vida humana es otro asunto. Y lo es porque el ser humano es más complejo. Es inteligente y, por eso mismo, es capaz de descubrir que las cosas presentan muchas dimensiones. Que el ser se dice de muchos modos, que hay distintos niveles de comprensión de la realidad o, lo que es lo mismo, una piedra es una piedra pero no sólo, también es un arma (de defensa o ataque) y un utensilio y un sillar y un mineral y un adorno. Y mucho más. Y cada uno de esos aspectos puede ser nombrado con términos distintos. Y el hombre, dotado de logos, puede nombrarlos todos (al menos potencialmente) y puede jugar con los términos y crear dialectos que se adapten al gusto y la fonética de los hablantes de un entorno determinado. Sería más fácil que la piedra fuera sólo piedra y que sólo tuviésemos una palabra para nombrarla. Quizá, pero entonces no veríamos nada más que un pequeño aspecto de la realidad porque careceríamos de la capacidad de entender.

Porque el ser humano tiene capacidad para entender el mundo, para entender a los demás y para entenderse a sí mismo. Y eso es lo que dice la compañera de vuelo de Kengah: «Lo más notable [de los hombres] es que a veces hasta consiguen entenderse». Si la piedra encierra múltiples aspectos, la vida humana contiene una riqueza mucho mayor y sólo si conseguimos verlos, distinguir lo más valioso y aspirar a ello, lograremos desplegar una existencia ilusionante.

Una vida que valga la pena ser vivida implica, por tanto, entenderse con los demás, entender el mundo (natural y cultural) en el que vivimos pero, sobre todo, comprendernos a nosotros mismos. Vamos a ir siguiendo con atención la historia de la gaviota y del gato. Pudiera ser que por el camino encontrásemos por dónde anda la mejor versión de nosotros mismos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario