Sólo entre personas auténticas
se da una relación auténtica
Buber, ¿Qué es el hombre?
Si la aspiración más profunda del ser humano es la felicidad, no cabe una teoría rigurosa de la acción humana que la deje de lado.
Las grandes construcciones éticas no parecen tener un objeto diferente. Y de antiguo viene la consideración de la virtud como aquel modo de ser que está en nuestra mano y nos acerca a la plenitud, que no es sino uno de los nombres que usa la felicidad cuando accede a habitar entre nosotros.
[...]
Elogio de la sinceridad consta de un breve preámbulo en el que Montesquieu introduce la cuestión. Le siguen dos capítulos que versan sobre la sinceridad en los ámbitos respectivos de la vida privada (capítulo 1) y en el trato con los grandes (capítulo 2).
Comienza haciendo una referencia a la suerte histórica que
han corrido algunos sistemas filosóficos que propugnaban el conocimiento de sí
mismo como finalidad de la vida. Entrar en una discusión con ellos estaría
fuera de lugar en un texto tan breve, pero sí alude a sus insuficiencias y, en
fin, a su fracaso. Montesquieu avanza raudo, con la ligereza de quien piensa
tener la solución o, al menos, un avance significativo respecto a la solución
del problema.
Cualquier conocedor de la historia del pensamiento, y
Montesquieu lo es, sabe que Conócete a ti
mismo no es una sentencia cualquiera. Su formulación imperativa ha sido
sentida no como un deber más sino como una llamada a la autenticidad, una orden
que llega desde un abismo insondable hasta ese abismo insondable que es cada
uno para sí mismo.
Conócete a ti mismo
tiene la estructura de lo que es necesario porque es radical, lo más radical.
Siendo, que quizá lo sea, el deber más radical de cada uno no se siente, sin
embargo, como una imposición externa, heterónoma diríamos hoy. Se siente como
algo que toca la fibra más esencial de lo humano. Eso que los griegos, sin
rubor, llamaban lo sagrado. Y por eso colocaron esa inscripción en el templo de
Apolo en Delfos: γνῶθι σεαυτόν, gnóthi seautón.
De
la radicalidad de este principio da testimonio que los grandes pensadores han
recalado en él y a no pocos les ha sido atribuido: Tales, Heráclito, Sócrates,
Pitágoras, Solón… Y a esta lista hay que añadir a Montesquieu y, más
concretamente, la motivación inicial del Elogio de la sinceridad.
Estrechamente relacionado con Conócete a ti mismo había en el templo de Delfos otro aforismo: Nada en demasía, Μηδέν άγαν, Meden agan.
Ambas ideas están ligadas, y la “medida” que el hombre debe guardar en todo le
viene impuesta por el conocimiento de su propia condición.
En el hombre mismo radica el principal peligro para el
hombre o, más precisamente, el peligro para el hombre está en que el hombre
intente traspasar sus propios límites. Y poco importa que el desorden provenga
de la ignorancia de que hay un límite o que tenga su origen en el desprecio de
tal frontera. Peligro para las virtudes privadas, peligro para las virtudes
públicas. Porque es el mismo hombre el que se conoce o no, es consciente o
ignora sus límites y, finalmente, los respeta o transgrede.
Montesquieu enfoca esta cuestión desde una perspectiva que
podemos rastrear ya en el momento mismo en que Sócrates supera a la sofística.
La formación del hombre ha de dirigirse no a la modificación de lo que se hace
(eupraxis), sino de lo que se es (ethos):
obrar bien porque se es bueno, ese es el objetivo. Y ser bueno es imposible,
para el hombre, si no sabe lo que es: el hombre necesita saber lo que es para
serlo. De ahí que la primera pauta moral sea Conócete a ti mismo.
Conócete a ti mismo.
Ese y no otro es el nervio que recorre el texto que ahora presentamos. Esa es
la tela sobre la que Montesquieu teje su pensamiento. Esa es la versión del
“problema de Montesquieu” en Elogio de la
sinceridad.
Es vital, ya se ha mostrado, conocerse a sí mismo. Ahora
bien, ¿Es posible para el hombre conocerse a sí mismo? ¿Puede hacerlo con sus
solas fuerzas o, por el contrario, necesitará de otros? Si es este último el
caso, que lo es, ¿cómo han de ser esos otros, qué han de hacer o decir? y, por
último pero no menos importante ¿qué función cabe esperar en cada uno de
nosotros respecto a los demás? Porque quienes nos rodean están tan necesitados
de nuestra ayuda como nosotros de la suya: ¿supone eso algún derecho suyo
respecto a nosotros o algún deber nuestro respecto a ellos? Esta interrelación
que se adivina, ¿será germen, raíz adecuada de la sociedad?
A este enjambre de cuestiones pretende dar respuesta Elogio de la sinceridad.
Conocer los propios límites, conocerse a sí mismo, es el
objetivo. Esto, sostiene Montesquieu y lo atestigua la historia a la que alude
someramente, es objetivo punto menos que imposible. Tan difícil como
ineludible. Y la dificultad estriba en que el juicio sobre sí mismo es
habitualmente absolutorio, el espejo del amor propio falsea nuestra imagen
mejorándola.
La lógica del discurso lleva a pensar que precisamente por
eso necesitamos a los demás: para que nos digan la verdad sobre nosotros
mismos, sobre nuestros actos y nuestra vida. Hay, no obstante, una dificultad
importante. Pues si bien es cierto que el amor propio suele mejorar nuestra
imagen, no es menos cierto que ese mismo amor propio facilita el juicio
negativo sobre los demás, igualmente deformado, en definitiva.
La vida en común tiene como objetivo, sostiene Montesquieu,
«servir de guía los unos a los otros, para que pudiesen ver por los ojos del
prójimo lo que su amor propio les oculta y que, en fin, por un sagrado comercio
de confianza, puedan decirse y darse la verdad». Es el «sagrado comercio de
confianza» lo que tamiza el amor propio y permite descubrir en el otro, en el
prójimo, en el amigo, su verdad.
De modo que la sinceridad no tiene nada que ver con la abrupta
explosión de zafia espontaneidad con que a veces se la confunde. Obsérvese que
mientras que la “espontaneidad” se reivindica como derecho a expresarse como y
cuando le venga en gana a quien se autodenomina “sincero”, la sinceridad tiene
la vista puesta en «servir de guía los unos a los otros, para que pudiesen ver
por los ojos del prójimo lo que su amor propio les oculta». La espontaneidad
acaba en sí misma, la sinceridad se abre al otro, es confianza paciente que
facilita la convivencia.
La ética y la política no coinciden, configuran esferas de
acción diferentes. El gobierno debe mirar al establecimiento de las reglas que
permitan la convivencia. Quizá sea precisamente la sinceridad un valor
transversal, igualmente valioso en el ámbito ético (capítulo 1) como en el
político (capítulo 2).
Afirma Emerson que «nadie que pudiera permitirse ser sincero
querría convertirse en charlatán». Y Montesquieu es consciente de que la
sinceridad requiere grandeza en el que habla, pero también en el que ha de
escuchar que su amor propio le engaña y que quienes le halagan en vez de decir
que el rey está desnudo no son sino débiles parásitos. Débiles porque carecen
de la fuerza, que es valor, para enfrentar al que yerra cuando es uno de los
denominados “grandes”. Y parásitos, porque han optado por vivir en y del
engaño. A eso se refiere Montesquieu cuando afirma que «un hombre sincero en la
corte de un príncipe es un hombre libre entre esclavos», lo cual dice mucho a
su favor, pero no dice que sea una situación cómoda.
En ningún momento del Elogio
de la sinceridad pierde Montesquieu de vista cuál era el objetivo: cómo
contribuir a la construcción de una polis en la que hombres veraces y valientes
ayuden a hombres valientes y veraces a conocer los propios límites, las propias
posibilidades, y llevar sus vidas hasta la mayor plenitud posible. En compañía
de amigos. En una relación auténtica como la que sólo hombres auténticos pueden
tener entre sí.
Si, como queda dicho, la sinceridad es una virtud que se
dirige fundamentalmente hacia el amigo, para ayudarle en esa tarea esencial que
es el autoconocimiento, no será totalmente anecdótico recuperar, junto al Elogio de la sinceridad, un texto en el
que Montesquieu hace “una cosa bastante tonta: su retrato”.
Retrato de Montesquieu
por él mismo muestra la imagen de una existencia dichosa, agradecido con
los dones que ha recibido de la naturaleza y de la cultura, que se ufana en
incrementar sus bienes más por disfrutar con el ejercicio de sus cualidades que
por enriquecerse, con una inteligencia despierta que sabe captar, valorar y,
por eso mismo, gozar de la vida. Un solo anticipo: “Despierto por la mañana con
la alegría secreta de ver la luz; veo la luz con una especie de arrobamiento; y
el resto del día estoy contento. Paso la noche sin desvelarme”.
Murió ciego, privado de la luz. Fueron, en esa última época,
otras las fuentes de su alegría que, al parecer, no le abandonó jamás.
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