jueves, 16 de diciembre de 2021

Prólogo a Montesquieu


He traducido y publicado un par de ensayos de Montesquieu.
Disponibles en amazon en formato digital y papel. Ahí dejo las portadas de ambas versiones.
Y he escrito un prólogo. Aquí dejo un fragmento. Por si interesa:


  



 

Sólo entre personas auténticas

se da una relación auténtica

 

Buber, ¿Qué es el hombre?

 

Si la aspiración más profunda del ser humano es la felicidad, no cabe una teoría rigurosa de la acción humana que la deje de lado.

Las grandes construcciones éticas no parecen tener un objeto diferente. Y de antiguo viene la consideración de la virtud como aquel modo de ser que está en nuestra mano y nos acerca a la plenitud, que no es sino uno de los nombres que usa la felicidad cuando accede a habitar entre nosotros.

[...]

Elogio de la sinceridad consta de un breve preámbulo en el que Montesquieu introduce la cuestión. Le siguen dos capítulos que versan sobre la sinceridad en los ámbitos respectivos de la vida privada (capítulo 1) y en el trato con los grandes (capítulo 2).

Comienza haciendo una referencia a la suerte histórica que han corrido algunos sistemas filosóficos que propugnaban el conocimiento de sí mismo como finalidad de la vida. Entrar en una discusión con ellos estaría fuera de lugar en un texto tan breve, pero sí alude a sus insuficiencias y, en fin, a su fracaso. Montesquieu avanza raudo, con la ligereza de quien piensa tener la solución o, al menos, un avance significativo respecto a la solución del problema.

Cualquier conocedor de la historia del pensamiento, y Montesquieu lo es, sabe que Conócete a ti mismo no es una sentencia cualquiera. Su formulación imperativa ha sido sentida no como un deber más sino como una llamada a la autenticidad, una orden que llega desde un abismo insondable hasta ese abismo insondable que es cada uno para sí mismo.

Conócete a ti mismo tiene la estructura de lo que es necesario porque es radical, lo más radical. Siendo, que quizá lo sea, el deber más radical de cada uno no se siente, sin embargo, como una imposición externa, heterónoma diríamos hoy. Se siente como algo que toca la fibra más esencial de lo humano. Eso que los griegos, sin rubor, llamaban lo sagrado. Y por eso colocaron esa inscripción en el templo de Apolo en Delfos:  γνῶθι σεαυτόν, gnóthi seautón.

De la radicalidad de este principio da testimonio que los grandes pensadores han recalado en él y a no pocos les ha sido atribuido: Tales, Heráclito, Sócrates, Pitágoras, Solón… Y a esta lista hay que añadir a Montesquieu y, más concretamente, la motivación inicial del Elogio de la sinceridad.

Estrechamente relacionado con Conócete a ti mismo había en el templo de Delfos otro aforismo: Nada en demasía, Μηδέν άγαν, Meden agan. Ambas ideas están ligadas, y la “medida” que el hombre debe guardar en todo le viene impuesta por el conocimiento de su propia condición.

En el hombre mismo radica el principal peligro para el hombre o, más precisamente, el peligro para el hombre está en que el hombre intente traspasar sus propios límites. Y poco importa que el desorden provenga de la ignorancia de que hay un límite o que tenga su origen en el desprecio de tal frontera. Peligro para las virtudes privadas, peligro para las virtudes públicas. Porque es el mismo hombre el que se conoce o no, es consciente o ignora sus límites y, finalmente, los respeta o transgrede.

Montesquieu enfoca esta cuestión desde una perspectiva que podemos rastrear ya en el momento mismo en que Sócrates supera a la sofística. La formación del hombre ha de dirigirse no a la modificación de lo que se hace (eupraxis), sino de lo que se es (ethos): obrar bien porque se es bueno, ese es el objetivo. Y ser bueno es imposible, para el hombre, si no sabe lo que es: el hombre necesita saber lo que es para serlo. De ahí que la primera pauta moral sea Conócete a ti mismo.

Conócete a ti mismo. Ese y no otro es el nervio que recorre el texto que ahora presentamos. Esa es la tela sobre la que Montesquieu teje su pensamiento. Esa es la versión del “problema de Montesquieu” en Elogio de la sinceridad.

Es vital, ya se ha mostrado, conocerse a sí mismo. Ahora bien, ¿Es posible para el hombre conocerse a sí mismo? ¿Puede hacerlo con sus solas fuerzas o, por el contrario, necesitará de otros? Si es este último el caso, que lo es, ¿cómo han de ser esos otros, qué han de hacer o decir? y, por último pero no menos importante ¿qué función cabe esperar en cada uno de nosotros respecto a los demás? Porque quienes nos rodean están tan necesitados de nuestra ayuda como nosotros de la suya: ¿supone eso algún derecho suyo respecto a nosotros o algún deber nuestro respecto a ellos? Esta interrelación que se adivina, ¿será germen, raíz adecuada de la sociedad?

A este enjambre de cuestiones pretende dar respuesta Elogio de la sinceridad.

Conocer los propios límites, conocerse a sí mismo, es el objetivo. Esto, sostiene Montesquieu y lo atestigua la historia a la que alude someramente, es objetivo punto menos que imposible. Tan difícil como ineludible. Y la dificultad estriba en que el juicio sobre sí mismo es habitualmente absolutorio, el espejo del amor propio falsea nuestra imagen mejorándola.

La lógica del discurso lleva a pensar que precisamente por eso necesitamos a los demás: para que nos digan la verdad sobre nosotros mismos, sobre nuestros actos y nuestra vida. Hay, no obstante, una dificultad importante. Pues si bien es cierto que el amor propio suele mejorar nuestra imagen, no es menos cierto que ese mismo amor propio facilita el juicio negativo sobre los demás, igualmente deformado, en definitiva.

La vida en común tiene como objetivo, sostiene Montesquieu, «servir de guía los unos a los otros, para que pudiesen ver por los ojos del prójimo lo que su amor propio les oculta y que, en fin, por un sagrado comercio de confianza, puedan decirse y darse la verdad». Es el «sagrado comercio de confianza» lo que tamiza el amor propio y permite descubrir en el otro, en el prójimo, en el amigo, su verdad.

De modo que la sinceridad no tiene nada que ver con la abrupta explosión de zafia espontaneidad con que a veces se la confunde. Obsérvese que mientras que la “espontaneidad” se reivindica como derecho a expresarse como y cuando le venga en gana a quien se autodenomina “sincero”, la sinceridad tiene la vista puesta en «servir de guía los unos a los otros, para que pudiesen ver por los ojos del prójimo lo que su amor propio les oculta». La espontaneidad acaba en sí misma, la sinceridad se abre al otro, es confianza paciente que facilita la convivencia.

La ética y la política no coinciden, configuran esferas de acción diferentes. El gobierno debe mirar al establecimiento de las reglas que permitan la convivencia. Quizá sea precisamente la sinceridad un valor transversal, igualmente valioso en el ámbito ético (capítulo 1) como en el político (capítulo 2).

Afirma Emerson que «nadie que pudiera permitirse ser sincero querría convertirse en charlatán». Y Montesquieu es consciente de que la sinceridad requiere grandeza en el que habla, pero también en el que ha de escuchar que su amor propio le engaña y que quienes le halagan en vez de decir que el rey está desnudo no son sino débiles parásitos. Débiles porque carecen de la fuerza, que es valor, para enfrentar al que yerra cuando es uno de los denominados “grandes”. Y parásitos, porque han optado por vivir en y del engaño. A eso se refiere Montesquieu cuando afirma que «un hombre sincero en la corte de un príncipe es un hombre libre entre esclavos», lo cual dice mucho a su favor, pero no dice que sea una situación cómoda.

En ningún momento del Elogio de la sinceridad pierde Montesquieu de vista cuál era el objetivo: cómo contribuir a la construcción de una polis en la que hombres veraces y valientes ayuden a hombres valientes y veraces a conocer los propios límites, las propias posibilidades, y llevar sus vidas hasta la mayor plenitud posible. En compañía de amigos. En una relación auténtica como la que sólo hombres auténticos pueden tener entre sí.

 

Si, como queda dicho, la sinceridad es una virtud que se dirige fundamentalmente hacia el amigo, para ayudarle en esa tarea esencial que es el autoconocimiento, no será totalmente anecdótico recuperar, junto al Elogio de la sinceridad, un texto en el que Montesquieu hace “una cosa bastante tonta: su retrato”.

Retrato de Montesquieu por él mismo muestra la imagen de una existencia dichosa, agradecido con los dones que ha recibido de la naturaleza y de la cultura, que se ufana en incrementar sus bienes más por disfrutar con el ejercicio de sus cualidades que por enriquecerse, con una inteligencia despierta que sabe captar, valorar y, por eso mismo, gozar de la vida. Un solo anticipo: “Despierto por la mañana con la alegría secreta de ver la luz; veo la luz con una especie de arrobamiento; y el resto del día estoy contento. Paso la noche sin desvelarme”.

Murió ciego, privado de la luz. Fueron, en esa última época, otras las fuentes de su alegría que, al parecer, no le abandonó jamás.


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