Problemas y misterios; la esfinge y el hombre (y 3)
Entusiasmo por la realidad (15)
Manuel Ballester
En el año 452 Atila invade Italia y saquea todo a su paso
hasta llegar al río Po. Ahí lo recibió una comitiva formada por el prefecto
Trigecio, el cónsul Avieno y el Papa al que la historia ha dado el nombre de
San León Magno. Atila y “el hombre que lleva nombre de animal” hablaron a
solas. La historia no ha conservado el contenido de la conversación pero el
resultado fue que Atila dio media vuelta y se retiró.
A lo largo de la vida nos encontramos con problemas. Son dificultades que requieren inteligencia y habilidad pero que, en definitiva, tienen solución.
Hay también otro ámbito que no es problemático. Son asuntos
que nos superan, pero no porque no sepamos manejarlos sino porque ni tienen
solución ni la necesitan. Son ámbitos de realidad que nos invitan a vivir
confiados en que la vida tiene sentido y que nuestra mejor versión está ahí, al
alcance de la mano. Necesidades como la de sentirse acogido, o la de volver a
un hogar donde se nos recibe con una sonrisa, los vivimos como deseos profundos.
Lidiar con ellos no es cuestión de inteligencia; hay gente muy lista y muy
infeliz y viceversa. Se esconde ahí, por tanto, un gran misterio.
El misterio exige respeto. Alegría expectante. Antesala de
la plenitud. Sabe a sonrisa que mana de un interior bien compuesto. El hombre
ha sentido siempre que los misterios le rodean, le envuelven… son sagrados.
Un rasgo y un error profundo de los tiempos modernos es
considerar que no hay nada sagrado, que lo que los primitivos llamaban sagrado
era lo que no podían (todavía) dominar. En el mundo moderno (que Huxley llama brave new world), en ese nuevo mundo,
todo se reduce a problemas, todo consiste en la proporción adecuada de
sustancias corpóreas: todo es química. Que el resultado es funcional y eficaz
no lo discute nadie. Que es asfixiante por inhumano, también queda claro.
Empecemos por el principio. Empecemos por Séneca: Homo homini res sacra: el hombre es
asunto sagrado para el hombre.
Todo hombre es algo sagrado y así debo mirarlo y tratarlo. Tratarlo
de otro modo es equivocarse, faltar a la realidad, es decir, profanarlo.
Para empezar, yo mismo soy algo sagrado y así debo pensarme
y tratarme. Todos somos hijos: nadie se ha hecho a sí mismo.
¿Es posible que ignoremos nuestra dignidad, el misterio de
nuestro origen, y pretendamos, al mismo tiempo, llevar una vida que valga la
pena ser vivida? No sabemos qué dijo León Magno a Atila pero parafraseemos algo
que dejó escrito: Agnosce, humane,
dignitatem tuam, “hombre, toma conciencia de tu dignidad”, no pierdas de
vista de dónde vienes y para qué has nacido, que hay física y biología, pero no
todo es química.
Vayamos al mito. Al de la esfinge, más precisamente. La
esfinge “tenía rostro de mujer, pecho, patas y cola de león, y alas de pájaro”.
Había aprendido de las Musas un acertijo, un enigma, que planteaba a los
tebanos. Cuando no se descifraba el acertijo, la esfinge “se apoderaba de uno
de ellos y lo engullía”. El asunto, en definitiva, era y es serio, cuestión de
vida o muerte.
Vivir en Tebas, en la polis,
en comunidad con otros hombres era peligroso ya que en cualquier momento la
ignorancia en torno al enigma (que, como sabemos, es ignorancia en torno a
nuestra auténtica realidad) podía ocasionar la muerte. Es peligroso vivir en
comunidad pero es necesario ya que somos hijos, nacemos en comunidad, y el
mismo lenguaje sirve para comunicarnos con nuestros semejantes, a los que
necesitamos para ser humanos. Necesitamos vivir en comunidad, pero para vivir
sin sobresaltos necesitamos resolver el enigma. No somos ovejas ni abejas que
viven en sociedades cerradas y les basta obedecer al instinto, realizar su
función, porque en los rebaños y colmenas todo es química.
Según cuenta Apolodoro, el enigma era: “¿qué ser provisto de
voz es de cuatro patas, de dos y de tres?”. El hombre. La respuesta es “el
hombre”. Saber la verdad sobre el hombre, tener clara cuál es la realidad
humana, es imprescindible para encontrar en otros hombres la proporcionalidad
que permite una vida en común. No se trata, precisemos, de saber qué es el
hombre o quién es el hombre sino quién soy yo, cuál es la realidad de mi vida,
qué sentido tiene mi existencia.
El hombre es algo misterioso, sagrado. Lo sagrado no puede
ser usado como medio (eso intenta la magia). Por el contrario, la sacralidad de
la realidad humana se impone. Según Kant, se impone como un deber, se nos
presenta en la conciencia como un imperativo: «Obra
de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona
de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como
medio; Handle so, dass du die Menschheit sowohl in deiner Person, als in der
Person eines jeden anderen jederzeit zugleich als Zweck, niemals bloß als
Mittel brauchst».
Lo humano que hay en mí es la
dignidad que descubro en mí. La descubro: ahí estaba desde el origen, me viene
por el mismo hecho de ser hijo, me viene dada. Me supera, me trasciende. Está
al principio (de dónde vengo) y al final (hacia dónde voy). Y eso es lo
sagrado: lo que nos envuelve y da sentido. En eso nos movemos, existimos y
somos.
Y, por tanto, hay que
tratarlo con respeto, con reverencia, como un fin en sí (als Zweck,
dice Kant) y nunca (eso es la manipulación, la degradación) sólo (bloß) como un medio, como algo útil para
conseguir algo más valioso. Porque no hay nada más valioso.
El hombre es sagrado. Y necesita mirar de frente, con
atención, a su realidad para comportarse adecuadamente, respetuosamente, cuando
trata con lo humano (en sí mismo y en los demás hombres). Hay química y hay
biología. Pero la química y la biología también nos han sido dados. Por eso,
yendo radicalmente a la realidad, es más preciso decir que todo es gracia.
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