jueves, 1 de abril de 2021

El fin de un vuelo

 



Historia de una gaviota ... 07

 

 

 

4.1. El fin de un vuelo

 

Volvemos a Zorbas. El gato estaba disfrutando de la vida, «tomando el sol y meditando acerca de lo bien que se estaba allí». Toma conciencia de la suerte que tiene, de lo mucho bueno que la vida le da. Medita y agradece.

Su plácido reposo se ve interrumpido por un zumbido de algo que se acerca a gran velocidad hacia él. Gracias a su agilidad logra «esquivar a la gaviota que cayó en el balcón», gaviota que ya conocemos.

Kengah aparece ante Zorbas con un aspecto lastimoso: sucia y maloliente. Explica al gato que ha sido alcanzada por «una marea negra. La peste negra. La maldición de los mares. Voy a morir».

Se ha esforzado hasta el límite. Está extenuada y ya ha asumido que la vida se le va. Pero Zorbas no, él estaba ronroneando tranquilamente y no está preparado para enfrentarse a la muerte.

Es verdad que la gaviota está hecha una piltrafa pero de ahí a estar para morirse hay un abismo. La pobre se ve muy mal. Puede ser porque está sucia (e intenta limpiarla, incluso lamiéndole el petróleo) o hambrienta y agotada (lo cual se resuelve comiendo y descansando). Pero la muerte no es un problema que pueda resolver Zorbas.

La muerte es un feo asunto. Vivimos como si esa hora no tuviese nada que ver con nosotros. Morirse es algo que les pasa a los otros pero, incluso entonces, se nos presenta como algo con lo que no somos capaces de relacionarnos. No sabemos qué decir ante un muerto. En el funeral vamos a acompañar a los vivos y recurrimos a frases estereotipadas, algunas bellísimas que miran con empatía y afecto hacia quienes sobreviven, o bien con una «buena y gran esperanza» (Platón, Fedón, 67b) o, incluso, con una esperanza más alta, de esa que es esperanza de cielo y que, al decir de Juan de la Cruz, «tanto alcanza cuanto espera».

Pero incluso quien se ve animado por semejante confianza retrocede ante la certeza de que el cuerpo de quien antes fue una persona, después es sólo cuerpo y cuerpo que inicia su descomposición. Es muerte y repugna a la vida.

La vida es bullir, desear, aspirar; es más, siempre más. La muerte es ya no más. Por eso hay en nosotros un instinto que nos lleva a querer negarla, mirar hacia otro lado y disfrutar la fiesta mientras dure. Pero la muerte no es sólo el fin de la vida; es también la constatación de que todos los anhelos, gozos y proyectos que son el contenido de la vida son efímeros: el hombre no quiere verlo, mira para otro lado, pero todo acabará. Y la muerte de los otros le anuncia que también él acabará. Vivir es ir ya muriendo, incluso «cuando respiramos, la muerte a los pulmones desciende, río invisible, con sordas quejas» (Baudelaire, Ch., Las flores del mal). El simple crecer y envejecer le anuncia que el fin se acerca.

Porque la muerte es fin. No es un problema, no tiene solución. Es un misterio, puede retrasarse pero eso no la hace menos incomprensible ya que «el hombre puede sondear con su inteligencia todas las cosas. Pero la sonda, cuando se trata de la muerte, se pierde en una profundidad sin fondo» (Aldana, R., Todo consiste en Él).

Para mirar serenamente a la muerte quizá se requiera reconocer que lo esencial de nuestra vida no es logro nuestro, que hay mucho (quizá lo mejor, quizá lo esencial) de nuestra vida que nos ha sido dado. Quizá entonces dejaríamos entrar en nuestra vida también la gratitud por lo recibido y el anhelo por hacerlo fructificar. Entonces nuestra actitud sería la de «abandono de sí mismo en el misterio, el dejarse aferrar […] por lo desconocido» (Aldana, R., Todo consiste en Él). Para eso se necesitaría algo muy complicado: ser como un niño al que todo le es dado, que sólo le toca agradecer y abandonarse al cuidado de lo desconocido.

La gaviota ya ha aceptado la muerte. Ya se ha abandonado. Zorbas aún la ve como un problema que tiene que resolver. 

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