lunes, 4 de septiembre de 2017

Generosidad y libertad

El liberalismo y el capitalismo se basan en la confianza en el individuo. La confianza en que cada uno es capaz de sacar lo mejor de sí. Capaz de proponerse nobles objetivos, de empeñarse vigorosamente para conseguirlos. Y cada uno es capaz también de ser generoso y amable con los menos capaces o menos afortunados.
Cuando lo mejor de cada uno se plasma en el orden social y político tenemos una configuración que se denomina democracia liberal.
Pero también sabemos que hay gente incapaz de aceptar la grandeza. Hay quien vive de azuzar el resentimiento. Por eso la democracia liberal tiene enemigos internos y externos.
Es lo que hay. O algo de eso le entiendo a Ortega. Y ahí lo dejo, por si interesa:


«La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de la «acción indirecta». El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo —conviene hoy recordar esto— es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por lo tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra».



Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.

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