El liberalismo y el
capitalismo se basan en la confianza en el individuo. La confianza en que cada
uno es capaz de sacar lo mejor de sí. Capaz de proponerse nobles objetivos, de empeñarse
vigorosamente para conseguirlos. Y cada uno es capaz también de ser generoso y
amable con los menos capaces o menos afortunados.
Cuando lo mejor de cada
uno se plasma en el orden social y político tenemos una configuración que se
denomina democracia liberal.
Pero también sabemos que
hay gente incapaz de aceptar la grandeza. Hay quien vive de azuzar el
resentimiento. Por eso la democracia liberal tiene enemigos internos y
externos.
Es lo que hay. O algo de
eso le entiendo a Ortega. Y ahí lo dejo, por si interesa:
«La forma que en política
ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal.
Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de
la «acción indirecta». El liberalismo es el principio de derecho político según
el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y
procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan
vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes,
como la mayoría. El liberalismo —conviene hoy recordar esto— es la suprema
generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por lo
tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de
convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la
especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan
elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que
prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio
demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra».
Ortega
y Gasset, La rebelión de las masas.
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